Cuando la dejamos, la ciudad todavía estaba ardiendo: un poema de Ocean Vuong

A fines del siglo XVII el japonés Matsuo Bashō acuñó el término haibun para nombrar el tipo de poesía que estaba haciendo y que surgía de una combinación de prosa y verso (en general, el haiku o hokku, un estilo de versificación muy concentrado que en español se trasladó a tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, respectivamente). No estaba, sin embargo, inventando una forma (que ya existía, de hecho, al menos desde 1648), sino un género, que tomaba elementos de la tradición y los unía a un lenguaje y un contenido más coloquiales, si se quiere, al agregar a la prosa china y a los prototipos clásicos japoneses de la poesía haikai, como explica Haruo Shirane, palabras y temas vernáculos.

Aunque poetas como Ezra Pound habían coqueteado con el haiku tempranamente en el siglo XX, habría que esperar hasta los 60 para encontrar ejemplos de haibun en la poesía en inglés, que para los 80 se hará una práctica más común, con obras como A Wave (1985), donde hay seis piezas del género, o Haibun (1990), ambos libros de John Ashbery. Por eso no es raro que Ocean Vuong, un poeta que ha demostrado un marcado interés en la experimentación formal, escribiera este “Inmigrant Haibun”.

Vinh Quoc Vuong nació en una granja en las afueras de Saigon el 14 de octubre de 1988. Dos años después, él y seis integrantes de su familia emigraron a Estados Unidos para vivir en Hartford, Connecticut, en un apartamento de un solo cuarto. Como cuenta Daniel Wenger en una nota publicada en abril de 2016 en The New Yorker, poco después de llegar, su padre fue preso por golpear a su madre, por lo que fue criado entre mujeres cuyas palabras resuenan en su poesía. De este modo, proverbios y consejos pueblan sus versos, le debe a su madre su nombre Ocean, involuntariamente whitmaniano y usa una caravana con una pequeña perla que perteneció a su abuela.

Como su familia era analfabeta y al principio sólo se comunicaba en vietnamita, el proceso de aprendizaje de Vuong fue muy complejo; sin embargo, como cuenta en su ensayo autobiográfico “Surrendering”, en cuarto año de escuela escribió su primer poema y, tras concluir sus estudios elementales, logró entrar en el Brooklyn College donde, entre otras cosas, conoció a los renovadores poetas de la Escuela de New York, a la que pertenecieron Frank O’Hara y Ashbery.

Night Sky with Exit Wounds, publicado más temprano este año, es su primer libro, ganador del Whiting Award. Si Bashō utilizó el haibun para sus diarios de viaje en tanto “texto en prosa que rodea, como si fuesen islotes, a un grupo de haiku” (como dice Octavio Paz en el prólogo a Sendas de Oku, obra cumbre del género y de la poesía japonesa del período Edo), Vuong toma esa idea del viaje y las convenciones del género (usa una narradora en primera persona, hace centro en la experiencia, se distancia de los hechos) y en un trabajo excepcional con las palabras, lo hace suyo.

Haibun inmigrante

El camino que me acerca a ti es seguro,
incluso cuando desemboca en los océanos.*
Edmond Jabès

*

Entonces, como si respirara, el mar creció bajo nosotros. Si hay algo que debas saber, sabé que lo más difícil es vivir sólo una vez. Esa mujer en un barco que se hunde se convierte en un salvavidas—no importa cuán suave sea su piel. Mientras dormía, él quemó su último violín para mantener mis pies calientes. Se acostó a mi lado y colocó una palabra sobre mi nuca, donde se derritió en una gota de whisky. Óxido dorado bajando por mi espalda. Habíamos estado navegando por meses. Sal en nuestras frases. Habíamos estado navegando—pero la orilla del mundo no estaba a la vista.

*

Cuando la dejamos, la ciudad todavía estaba ardiendo. Por lo demás era una mañana perfecta de primavera. Los jacintos blancos boqueaban en los patios de la embajada. El cielo era azul-setiembre y las palomas insistían en picotear pedacitos de pan arrojados por la panadería bombardeada. Baguettes rotas. Croissants aplastados. Autos deshechos. Una calesita girando sus caballos ennegrecidos. Él dijo que la sombra de los misiles haciéndose cada vez más grande en la vereda parecía dios tocando un piano de aire sobre nosotros. Dijo Hay tanto que necesito contarte.

*

Estrellas. O, mejor, los drenajes del cielo—esperando. Pequeños agujeros. Pequeños siglos abriéndose lo justo para que nos colemos. Un machete secándose sobre la cubierta. Mi espalda se volvió hacia él. Mis pies en los remolinos. Se agacha a mi lado, su aliento un clima fuera de lugar. Lo dejo derramar un manojo de mar en mi pelo y escurrirlo. Las perlas más chicas—y todas para vos. Abro los ojos. Su cara entre mis manos, mojada como un tajo. Si llegamos a la orilla, dice, le pondré el nombre de esta agua a nuestro hijo. Aprenderé a amar a un monstruo. Sonríe. Un guion blanco donde debieran estar sus labios. Hay gaviotas sobre nosotros. Hay manos aleteando entre las constelaciones, intentando aguantar.

*

La niebla se levanta. Y lo vemos. El horizonte—de repente desaparece. Un brillo de agua nos lleva a la dura caída. Limpio y piadoso—tal como él quería. Tal como en los cuentos de hadas. Ése en que el libro se cierra y se transforma en risas sobre nuestras faldas. Tiro del mástil a toda vela. Él lanza mi nombre al aire. Miro las sílabas deshacerse en piedritas a través de la cubierta.

*

Rugido furioso. El mar rompiendo contra la proa. Él lo mira abrirse como un ladrón con la mirada fija en su propio corazón: todo huesos y madera astillada. Olas creciendo a ambos lados. El barco encerrado entre paredes líquidas. ¡Mirá! dice, ¡ahora lo veo! Está saltando. Está besando el reverso de mi muñeca mientras se afirma al timón. Se ríe pero sus ojos lo traicionan. Se ríe a pesar de que sabe que arruinó todas las cosas bellas sólo para probar que la belleza no puede cambiarlo. Y ésta es la sorpresa: hay un corcho donde debería estar la puesta de sol. Siempre estuvo ahí. Hay un barco hecho de escarbadientes y pegamento. Hay un barco en una botella de vino sobre la chimenea en el medio de una fiesta de Navidad—licor de huevo derramándose desde los vasos de plástico rojo. Pero seguimos navegando igual. Seguimos parados en la proa. Una pareja de muñecos de torta de casamiento encerrada bajo una campana de vidrio. El agua está quieta ahora. El agua como aire, como horas. Todos están gritando o cantando y no puede darse cuenta si la canción es para él—o los cuartos en llamas que confundió con la infancia. Todos están bailando mientras un hombre y una mujer minúsculos están metidos en una botella verde pensando que alguien los espera al final de sus vidas para decir ¡Ey! No tenían que ir tan lejos. ¿Por qué fueron tan lejos? Exactamente como el estrépito de un bate de baseball que choca con el mundo.

*

Si hay algo que debas saber, sabé que naciste porque no venía nadie más. El barco se meció mientras crecías dentro de mí: el eco del amor se endurecía haciéndose un niño. A veces me siento como un ampersand. Me despierto esperando el choque. Tal vez el cuerpo sea la única pregunta que una respuesta no puede extinguir. ¿Cuántos besos chocamos contra nuestros labios en oración—sólo para juntar las partes? Si necesitás saber, la mejor forma de entender a un hombre es con tus dientes. Una vez tragué la lluvia durante toda una verde tormenta eléctrica. Horas yaciendo sobre mi espalda, mi infancia de niña abierta. El campo por debajo de mí en todas partes. Qué dulce. Esa lluvia. Cómo algo que vive sólo para caer no puede ser sino dulce. Agua rebajada a intención. Intención a alimento. Todos pueden olvidarnos—siempre y cuando vos recuerdes.

*

Dios abre su ojo                         
pensando en el verano.                           
luz de dos lunas.**                       

Notas

* El epígrafe corresponde a la primera sección de El libro de las preguntas (vol. I) de Edmond Jabès, traducida al español por Julia Escobar (Madrid: Siruela, 1990).
** El haiku que cierra el haibun es de muy compleja traducción y para mantener la métrica fue necesario alterar el orden de los versos y, consiguientemente, su sentido. Una traducción más literal sería “Verano en el pensamiento. / Dios abre su otro ojo: / dos lunas en el lago.”


La traducción, junto a la introducción breve, salieron en el número de diciembre de 2016 de la revista Lento, junto a una ilustración deslumbrante de Hogue. Ahora acompaña la entrada una reproducción de La mer orageuse (1870), de Gustave Courbet.


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