Sin dones
El arte de la fotografía me fue negado. Ya me resigné, aunque no me resigno. Creo que mi problema es que soy demasiado ansioso y, la verdad, presto poca atención a las instrucciones. Camila siempre me quiere explicar cómo hacer foco y esas cosas, pero yo me aburro y aprieto el disparador sin pensar mucho, encuadrando de memoria.
Desde que estoy en Francia fui muchas veces a la basílica de Saint-Denis. Es un lugar que me fascina, tranquilo y hermoso. En algún momento fui diariamente a una de sus capillitas y dos veces visité la cripta real, con todo su mármol. Siempre encontré, en los patios o entre los muros, una forma rara de comunicarme con las cosas. Ahí están.
Entonces tenía que sacar la foto, que salió, otra vez, mal, con una luz fuerte justo del lado en el que el Santo levanta su cabeza con las manos y camina. Pero ahí está.

Un arte descartable
Un día Camila me compró una Kodak descartable, de esas que venden en los kioscos y yo fui feliz. El carácter mismo de la maquinita sacaba toda aura, toda responsabilidad: yo me ponía ahí y disparaba, sin que me importara nada, sin pensar en nada, como un auténtico amateur (que significa amante).
Cuando los resultaron vieron la luz, mi cualidad de aficionado se hizo evidente: la mitad de las fotos están quemadas, o salieron muy oscuras o tienen dedos míos que las arruinan. En fin: también están ahí, como testigos o pruebas de algo. Al final, los lugares son tan hermosos que las justifican.