Variaciones sobre la casa

1. Todos le decimos la casa, pero quién va hacia ahí, quién se escapa, quién queda, quién huye, quién tiene, quién sabe, quién dibuja, quién escribe, quién mira una casa, quién sabe qué es lo que espera más allá de los árboles, en un claro abierto de la casa, el plano de tierra o esas dos paredes de arena amarilla, el cielo con sus estrellas, el espacio donde termina.

2. Era fácil ponerse de pie, cuando todo parecía moverse con cierta consistencia, ir hasta la otra habitación (cruzar el muro blanco que por convención llamamos aire), servirse un vaso de agua en completa penumbra, seguir con la mirada el paso histérico de una mosca que acaba de colarse por la ventana entreabierta, recordar de pronto un verso y ahí sentir cómo sube la voz lejana, una imagen que empieza a escribir sobre la carne como las espinas, las uñas afiladas de un gato, el doble haz del viento el verano aquel en que me iba cada tarde al arroyo para aplazar el tiempo en brazadas.

c. A veces entran inmensas, oscuras, audaces. Me gusta mirarlas pasar por las habitaciones zigzagueando en busca de una abertura que les permita, conjeturo, volver al exterior. Son raras estas moscas, porque parecen torpes pero son veloces y hacen un sonido molesto y agradable al mismo tiempo: a veces están muy cerca de salir pero justo cuando van a atravesar el umbral se vuelven, como si la corriente más fría les diera miedo, como si de pronto se dieran cuenta de algo terrible: como si en ese instante comprendieran o recordaran todo lo horrible que hay afuera, porque de ahí vienen.

Yo las miro hacer, aunque no sé qué es lo que hacen. Siempre llegan de a una, dan algunas vueltas y se retiran. Van así, dejando un rastro por la casa, el desorden de su paso espiralado y breve. Sus huellas, claro, son invisibles, pero me parece verlas por ahí, como líneas de energía, tensas, como telas de araña traslúcidas en las que nadie cae jamás pero que establecen los límites de un reino infinito.

8. Se siente como un sonido, como el ruido que hacemos al separarnos. Basta hacer silencio durante exactamente quince minutos y veintitrés segundos para oírlo: es más cierto que esta mano.

e. Son sombras que se superponen, pliegues de color que se abisman y desgarran como la carne. Su rosa parece temblar como un mapa del límite y todo se expresa sobre esa piel erizada de venenos. Sospecho que su gusto es seco y que muere cuando la miramos, por eso me clavo una espina para escribir, para hundirme en el hondo campo de ausencias, el cementerio espigado que crece como la noche, sobre sí mismo. La flor espanta por su color, no por el aroma que imaginamos y no podemos tocar, sino por esa cosa que es como su nombre, invariable para todos, hecho de trazos.

9. Su mes de vida, poco menos, debe ser un periplo agitado, pero para nosotros es apenas un instante. Para un ser más longevo, que vea lo lejano como si lo tuviera enfrente, imagino, las moscas nacen muertas.

Cuando la veo así, cercana a la extenuación, a la mosca, tan grande como un poroto, no puedo sino acelerar mi pulso cardíaco, y mi corazón trota por el borde de mi cuerpo como un caballito suelto, siempre a punto de despeñarse.

Ese es el motivo por el cual se agita cuando ve a la mosca colarse por la hendija distraída de la ventana del cuarto: para recordarla. Porque ve algo que después entiendo en esa mosca, en las líneas marrones que atraviesan el tiempo de detención, los pliegues precisos de esa piel que se frunce como una boca despintada, que se hunde como una herida.

Se posa la mosca sobre la cicatriz y entonces vuelvo, porque ella sabe que a eso tienden todos los cielos y todos los mares, a ese espacio donde entró el acero y salió la sangre, esa marca ahora blanca de piel tímida, fina, ambigua, de piel que recubre y guarda, que esconde a la vez que muestra, como ella misma, mosca del sueño o la vigilia, cuando pasa, agilísima y ruidosa, frente a mí que la espero, con todo abierto, indicándole el camino de regreso.

4. Así pienso en la casa: me veo fuera de mí, desde atrás, cortando puerros en la cocina, la espalda apenas curvada hacia adelante, la cabeza inclinada sobre la tabla y el cuchillo. Solo ahí entiendo qué tiene de verdadero una cama. Es porque la veo, analíticamente, por sus partes, también las ideales: las patas, la parrilla, el colchón de espuma o resortes, la cabecera sencilla, las sábanas de flores, la manta que la cubre, las almohadas y otra cosa que no sé, el peso de los cuerpos, la marca delicadísima de una mano o la rodilla. Todo eso que llena el aire. Esas siluetas que andan por ahí, desatadas, a todas horas, en las calles muertas, y que dicen fechas como si fueran palabras de amor.

m. Miro mi cuerpo ahora en esa silla, las piernas cruzadas, las manos quietas colgando a los lados, mientras el sol se hace cargo de mí, mientras el sol pone en mi frente sus gestos parciales, la lenta evolución de un día. Y despierto y estoy lejos, tirando piedras al arroyo frío.

6. Quizás vivan dentro de latas estas moscas, o sobre la carne putrefacta de un cuervo muerto en pleno vuelo, o en el giro último de una hoja del helecho, ¿hablarán entre ellas con sus patas relucientes, se dirán buenas noches?

21. Pensaba dos líneas paralelas (las líneas solo existen en la mente). Pensaba en esas líneas eternas, en un espacio eterno, eternamente desarrollándose, líneas cuyos puntos se persiguieran siempre hacia adelante, hacia una luz clara que resplandeciera en el fondo, como el sonido metálico del mar cuando rompe. Ese ruido hace la luz: el de la ola cuando se deja caer sobre la orilla de piedras. No es un suave murmullo, no es un arrullo, no es la nana infantil. Es el ruido de la ola cuando se deja caer sobre la orilla de piedras.

b. Espero que las cosas se abran para mí, pasado el temporal, como los helechos que recorro con la mirada en súplica, contando sus hojitas, cuentas de un rosario vegetal. Y todo espera: es el gato que veía sobre el muro de enfrente, cortado a destiempo. Es el gato al sol, suplicándole a la lluvia una hora más de distensión, antes del desagüe. Entonces, súbitamente, el cielo se pone negro y el agua impacta en la nariz, luego en los oídos, hasta que finalmente llena la vista, nubla la ventana.

11. Quien pueda sugerir un cambio mejor, algo que sea esperable o verdadero o definitivo o al menos tenga cierta apertura hacia el día, que diga fuertemente su nombre. Pero que sea el nombre verdadero, no la cosa que mostramos impúdicamente ante todos, el rastro de enfermedad, la contraseña para el intercambio.

No tengo fe de nada: sé que los nombres se encuentran desde adentro, expuestos sobre la superficie rugosa de la piel como las marcas del elástico que deja la ropa interior después de un día largo. Aquello que sabíamos atravesar sin mirar a los lados, la cebra segura, el despliegue de automóviles y la luz.

a. Nos vino a visitar una abeja. Llovía y se puso a resguardo en el balconcito. Entonces quisimos hacer algo por ella: le dimos miel de castaño, para mostrarle de algún modo que estábamos honrados por su presencia.

Ella se quedó quieta.

Al rato volví a verla y ya no estaba.

13. Era, en un sentido muy propio, el fruto del pensamiento, la manzana. De la duda, también, y de la transgresión, pero sobre todo del raciocinio. La capacidad de decidir, abrir el camino de tres que nos separa. Yo leía “La manzana de la discordia” (hablaba de una ciudad y de otra, casi mítica, de dos guerras, y de una diosa dorada, de tiempos más suaves) y pensaba en tantas cosas…

No había en la frase, sobre un dibujo cursi, nada de raro, pero yo no podía dejar de pensar en ella. Ni en el fuego, ni en el temor del fuego, ni en la mano hermosa, ni en el joven pastor, padre de tantas desventuras. Yo no podía dejar de pensar en ella, triplicada como el otro, expectante, llena de tanta acción que esperaba la mano, mi mano, la mano, mi mano, la mano elegida en fingido sacrificio.

Adentro estaban, apiñadas, las semillas.

e. Son sombras que se superponen, pliegues de color que se abisman y desgarran como la carne. Su rosa parece temblar como un mapa del límite y todo se expresa sobre esa piel erizada de venenos. Sospecho que su gusto es seco y que muere cuando la miramos, por eso me clavo una espina para escribir, para hundirme en el hondo campo de ausencias, el cementerio espigado que crece como la noche, sobre sí mismo. La flor espanta por su color, no por el aroma que imaginamos y no podemos tocar, sino por esa cosa que es como su nombre, invariable para todos, hecho de trazos.

20. ¿Disfrutan también ellas de la miel, las abejas?

12. Una cosa era comer lentamente una manzana, como si este día fuera el último, y otra muy distinta era lanzar la manzana al baldío de al lado, exponerla a los climas, a la arena febril, a los insectos todos en manada.

Pero esas son las opciones que ofrecía el tiempo: entregarlo a la putrefacción o tragarlo como si fuera un vaso de agua fresca.

15. Era una manzana perfecta, de un color curioso: no el verde brillante al que estaba acostumbrado, sino otro, con más amarillo, mucho más delicado. Estaba sola en un gran plato de porcelana blanco y parecía decir algo muy por lo bajo. Lejos, sobre la mesa, se le superponía otra manzana, esta vez roja, y la palabra manzana, la palabra con sus letras claras, y una voz también, que ofrecía la manzana, la mano que la alcanzaba a través del mostrador, la mano que la recibía del otro lado, la navaja de mango de madera con la que la manzana, la palabra manzana, era cortada, el sueño en el que una manzana se cubría rápidamente de hormigas al ser lanzada lejos, antes de caer, el recuerdo de la manzana, de la primera manzana, de aquel diagrama de la manzana partida al medio, sus semillas apiñadas, el sabor agrio de las semillas, del cianuro, la manzana podrida, en un frasco grande, la manzana abierta, hervida, la manzana llena de arena en la playa, la sed, la manzana y la sed y la palabra sed dicha muy lentamente, como si fuera una hechizo, está arenosa.

34. Estaba así todo puesto, en la mesa, y yo pensaba en dos líneas paralelas. Las líneas del mantel blanco que había sido de mi bisabuela, creo, o del ajuar de casados de mis abuelos, da igual: eran líneas que seguían y ellas sí, salían, se abrían paso por entre las plantas del fondo, del ciprés inmenso, el esqueleto de las hamacas, más allá de las orquídeas y hacia el final de todo. Y dónde estaba, quién sabe, dónde ponía la mano para indicar que ahí comienza el instante en que todo comienza.

3. Salíamos a caminar para estirar las piernas: era algo mucho más intenso, más cierto que salir del cuarto, pero también más doloroso. No había nada peor que perder la cuenta de flores o ventanas que veíamos al pasar: siete mil ochocientas quince, quinientas seis.  

7. Nos hace esperar, la margarita. Deseamos hace días ver sus colores de nuevo, después de que sus primeras flores se secaran, pero nos elude aunque el sol es amable con ella. Agua no le falta, ni la atención que necesita para desarrollarse.

Le cortamos algunas hojas, es cierto, pero siempre contando con su perdón.

g. La vuelta que da el insecto es perfectamente comprensible: entra en un gesto. Sin embargo, sus motivos pertenecen a la parte de oscuridad que llamamos misterio.

El cuello del animal suda y quizás el bicho busque un ángulo mejor para picarlo, para sacarle quién sabe, una gota ínfima de sangre dulce. De eso quería hablar: de los tiempos en los que podía dibujar con cierta seguridad un círculo y llamarlo de cualquier modo, sacarlo a pasear por el patio, más allá de las cañas, más allá de los pinos, hasta la playa incluso, para que el círculo trazado por esas alas cristalinas pudiera ver el agua, hundir los pies en la arena de la orilla.

n. Eran días ciertos, cuando solo hablábamos de fantasmas. Ella miraba absorta un punto de la pared (justo donde se une con el techo) y decía palabras que parecían islas, cosas sueltas, como arrancadas de un conjunto mayor, cuyos nexos se hubieran hundido bajo el agua negra del silencio.

Yo intentaba hacer algo con eso, completar el discurso con cosas heredadas. Pequeñas plumas, piedras, una medalla de guerra, cartas de amor en italiano, un libro viejo, cintas de colores. Unía sus sustantivos opacos a verbos incandescentes, adjetivos espinosos con adverbios romos, pronombres y artículos sordos y conjunciones y puntos dispersos como granos de sal.

Al final, tomaba las líneas de diálogo que había armado, fragmentos de un texto mayor que se desdoblaba expansivo. Estiraba los brazos como si tuviera entre las manos una guirnalda, como si mostrara un telar, solo para sentir el ruidito que hacen las cuentas al caer, solo para verlo en el suelo, disperso como agua.

ñ. Entonces apenas sacudía la cabeza esperando que eso bastara para hacerme entender. Estaba dando señales a algo que estaba más arriba y que ya no alcanzaba a ver del todo.

21. Pensaba dos líneas paralelas (las líneas solo existen en la mente). Pensaba en esas líneas eternas, en un espacio eterno, eternamente desarrollándose, líneas cuyos puntos se persiguieran siempre hacia adelante, hacia una luz clara que resplandeciera en el fondo, como el sonido metálico del mar cuando rompe. Ese ruido hace la luz: el de la ola cuando se deja caer sobre la orilla de piedras. No es un suave murmullo, no es un arrullo, no es la nana infantil. Es el ruido de la ola cuando se deja caer sobre la orilla de piedras.

46. Era nuestro sueño, verlo todo desplegarse. Hablábamos horas en el living de mi otra casa y no sabíamos que en esa charla estaba ya todo lo que íbamos a poder desear.

Las palabras serían, para nuestra posterior sorpresa, todo lo sólido que teníamos.

47. A veces yo miraba la noche y era un color que respondía. Le preguntaba cosas y la noche, con su voz oscura, me respondía con lentitud, siempre diferida.

Yo le preguntaba, por ejemplo, a la noche, “¿de qué color es la parte inferior de las cebollas?”, y ella meditaba largamente y soltaba palabras como semillas, pero la duda seguía ahí, latiendo sin respuesta. Quien haya escuchado la voz de la noche sabe de lo que hablo, de su elemental inconsistencia, de su lenguaje aproximativo, vago, hondo.

48. No quería hablar de mí, si hablar de mí era decir cosas ciertas. Quería contar, aproximarme al borde de esta voz, torcerla un poco como si estuviera inventando algo. Quería oír otras cosas por detrás de esa silueta que se dibuja cuando digo lentamente la y griega, la o: letras como si fueran el comentario de otra cosa, o la sombra de un rechazo, de una mano terrible puesta sobre mí, como si fueran el espacio de incertidumbre que se abre en las fotografías antiguas, esas que miro ahora pasar como un desfile en plata y negro, y todo lo que adivino en las manchas blancas, profundas como preguntas. Ahí se esconde todo lo que podía abarcar la mirada antes de la niebla, ahí están mis ojos de antes, de cuando no era miope, de cuando veía la diferencia de las cosas.

49. Esa consistencia, de las cosas y sus vibraciones, me traía la imagen de un caballo.

No sé quién dijo que el caballo se parece a la memoria, pero ahí va, por la noche, herido en la boca, errante y desierto. Esa era la consistencia de las cosas abiertas ante mí como palmas. La inconsistencia del potro cuando se detiene de golpe, desarzona a su jinete. 

Ese es el recuerdo, lo que llamo la historia: un caballo que se detiene de golpe frente a una tranquera y el movimiento que realiza su cuello al verse liberado de la presión de las riendas.

5. El movimiento de los colores parecía indicar algo cierto. Y ahí estaba, sin embargo, la vuelta a lo desconocido, que se abría ante nosotros desde adentro. Podía ser la indecisa margarita, que tarda en abrir, como un recordatorio de nuestro cansancio. Podía ser la margarita, sí, que trajimos del supermercado y ahora nos acompaña en las largas tardes quietas.


Estos textos aparecieron por primera vez en el blog Sotobosque, bajo los títulos «Moscas«, «Lluvia» y «Duelo«. Las imágenes que los acompañan son una serie de fotografías realizadas para ese fin por Gastón Haro.


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