El suicidio de los otros

Si algo no está permitido, entonces el suicidio no está permitido
Ludwig Wittgenstein, Diario filosófico (1914-1916)

1

Está la explicación y esta la sombra delineada en el fondo del aljibe
o de la noche que puso todo en su sitio
o de ese relojito atascado en un minuto de tu pubertad.
Claro, decías,
el que raja el tiro espera que suene suave
que no despierte al gato
o no, o que despierte a todos.
Que abra un poco la carne ya abierta, expurgada, enferma,
que se siembre y se colecte y se levante
vuelto engañifa, vuelto mineral o cobre y cobre
ese último grito ahogado por la arcada que antecede a Venus.

2

Pero teníamos que dar la vuelta al fragmento, torcer el cuello lleno de aire
limpiar los marcos de las puertas porque así nos habían enseñado
los péndulos de soles colgando en las vigas altas, los pájaros del Perdido alertando que es la muerte.

3

Porque había una manera certera de abrir la venita pero quién te enseña a acabarte ahí
con el mundo masticando la grasa.

4

Caíamos abiertos como frutas
para que nos dieran espéculo y sangre en las partes blandas,
para que esta pulpa escamada se volviera agua de azahar o un gesto de mano
que simplemente pusiera fin a la cosa.

5

Cada día había un nuevo suspiro
tapado por los besos lánguidos del resto
de ese polvo blancuzco (casi amarillo)
que se pudo meter bajo las uñas y por la cola
arañar el contorno de los ojos delineados por bocas de botella
y las vueltas en el lápiz afiladísimo de tu insomnio.

6

Pusiste la jarra sobre la mesa limpia como casas o estaciones
y se veían los destellos de la luz, a los viajeros descendiendo y a las mujeres en las ventanitas del agua
con las manos enharinadas, listas para saltar.

7

Puse de a uno los números en el sombrero.
“Son nombres”, te dije y mirabas absorto cómo crecía algo ahí abajo y se ponía rígido, te levantaba el pantalón y te ensuciaba el contorno blando de los muslos.
Yo estaba pronta, pero me di media vuelta para dejar que el sombrero siguiera hablando,
tapándonos los oídos con esas chanchadas que nos ponen así de duros
643
18,55 1/14 100.000
2.

Después boqueaste, pero ya sabías que en la calle se encendían.

8

Sube el efluvio de un cuerpo
puesto patas arriba, esperando los instantes, determinado a esa palanca sucia.
A morirse de olor inflamado,
a delimitarse una línea que siga como un arado la carne, la atraviese,
la infle de gas
y la mueva.

9

No supiste que la restricción era libertad.
Era guardarse para después lo que puedes hacer nunca.
Era la satisfacción de estar picoteando
el cadáver, neutralizando el paso de las piernas en el desfile de moneditas.

10

No contaste que contar era abstraer
y era poner como en un piolín todas las camas para secarlas y definir la necesidad
que sólo puede decirse de ojos apretados.

11

Cuidate, loco,
era así de fácil. Cruzar el arroyo once veces por día, secarse al sol, leer la novelita,
odiar los mosquitos y la miasma, despertarse con los dedos en garra,
y hacer sombras expresionistas hasta que reviente.

12

O era meterse de cuerpo entero ahí
ver todo verde otra vez
saborear la miel que pudimos repartirnos
dejar todo desligarse así, la ropa, el pelo, los brazos
y que la tos lo termine.

*

Hay días en que la amada deja ver su cadáver tras la risa. Que uno puede adivinar el cuerpo adorado despedazado por el tiempo. Uno se despierta y ve. Un destello de oro sucio, como un amanecer con sed y los ojos vacíos, rodeados de niebla; descubrir esos ojos y verlos, detenerse en ellos para descubrir una maldad esencial de agua y de barro. Empezar a dibujar con gesto suficiente, con mano firme pero convulsa, seguir la mancha por el misterio, resolver el misterio a medida en que se presenta, se deja ver por el límite inferior, el horizonte resplandeciente de otro tiempo. El fin de un momento en una mirada secreta, el inmenso líquido de una vista en el río, flotando en el río hacia un mar aplastado de letras. Recorrer el instante ese, perseguir la línea que se detiene cuando se acerca a la perfección, en el color que se destaca a sí mismo como una raya, que llama sobre sí mismo esa atención a eternizarse, a recordar antes de todo, antes de que todo se doble sobre mí y me parta. Sentir en la boca el cruce dulcísimo de la gelatina y los merenguitos. Aplastar con la lengua contra el paladar su azucarada liviandad blanca. Ver más allá el gomero, el alcanfor, el espinillo seco del que cuelga el fierro. Ahorcado que pende de la rama, sin martillo que lo temple ni lo vuelva gong para los alaridos de los perros, tras el ocaso y las escapadas, tras el médano solitario, donoso de pasionarias maduras que arden la boca, de flores como espinas, como altares, como coronas frías y distantes, como dioses que engullen el tiempo lento de sus hijos. Como ese gigante perlado de memorias sobre el mundo, sentado en el mundo, habitando y devorando el mundo desde su cueva pecuniaria, desde el lugar secreto del tesoro, rodeado de murciélagos y alacranes, combatiendo por un trozo de carne, de su hambre tersa, inmaculada. Entrar y ver ocho caras atentas, esperando el sacrificio de un perro negro. Leer lentamente, pausada, apasionada ese ensayo sobre la corrupción del cuerpo, sobre el mar como cementerio, sobre el poder obcecado del destino del capital, víctima, yate inmaculado sobre las olas, desafiando la putrefacción, de una vanidad horripilante, de un cuerpo hermoso y resplandeciente sobre la borda, tomando sol, tomando margaritas, tomando recaudo, tomando hembras delicadas sobre la cubierta, hembras heridas de cortes livianos de tijeras de plata, hembras como ciervos. Manejar, darse a la ruta, quemar las llantas en un crepitar de sueños, aplastar el cráneo de un zorrillo muerto, pegotear la sangre por la continuidad hasta el arroyo, cruzar el arroyo, reventar la llanta y seguir. Llamar auxilio, ver los árboles como fantasmas, como remolinos oscuros, como cabezas de goyas, estiradas, pesadillescas, preñadas de sueños y de pensamientos, turbias como basurales o como el final exceso de las lavadoras. Abrir la puerta al sentido de un segundo. Partir en gritos, desplegarse entero en una llama que encienda el palo santo, que arda hasta el poniente sobre el adoquinado distante, sobre el griterío de los cascos de los caballos y las puteadas de los borrachos en plena luz, darle al recuerdo ese frío duro, darle castañas y regalitos de mirra, regalitos atados en moñas elegantes, que derramen su lujo entre el vino dorado, la mano segura de la duquesa de ensueños, del invierno cuajado de horas. Detenerse ahí un instante, en ese momento que eran siglos para el hombre, que era la violencia del calor de afuera, del viento helado del cuerpo, de la blandura inmediata del cuerpo en la lejanía de un corredor que va hacia dentro. Oler el aire, quebrar la antena incorporada al todo de un arrebato ciego, de ir dejando moneditas, de oír las historias, de contar las historias ahuecando la voz, con las pausas de mi abuela, con esa entonación que viene de Escocia o de Austria o de los Altos de la Cuchilla. Y de poner así como en fila la cabeza boba en el horno angustiante, las piedras en los bolsillos, el veneno que se escurre o el vaso de Lucrecia, el tirito ante los cuervos todos en bandada, el Tigre y el licor, la cuerda o la bufanda, las piernas colgantes, el brazo casado de huecos, las sienes vaciadas, las manos duras por el cuchillo, la escopeta, el pasmo, las pastillas cayendo como rubíes, el teléfono sonando, el agua y la sangre y la leche y la droga. El súbito encuentro con el tranvía, con el tren, con el coche, el pañuelo, el cinturón, la navaja, el consuelo de la almohada, de la bañera, de las fragancias prohibidas del auto moderando, del encierro, de la clausura de la voz, de beberse la copa entera, de ponerse encima, de encenderse y dejarlo, de ser fuego, de ser mancha en la acera. De ser mariposa encerrada entre tapas de cuero, dejarse ver, seca y eterna, de colores intactos. Ser hojas entre hojas y palabras, ser promesa o memoria. De ese modo desfilar intacto un momento en calles que no saben cosas, que persiguen el recuerdo inapresable del milico abierto en dos, de la callejera desabrigada, de la parturienta en prisas, del papelito discreto que se da sin ver. De alejarse, de irse en olores de fritangas y empanadas, de humo y lluvia sobre el asfalto. De ponerse en la boca el cigarrillo, inspirar, inspirar esa partitura indolente que se deje ver, que se muestre en el paso discreto de la motocicleta sobre el charco, el grito en el semáforo, los brazos en jarras, la rosa en su nido, la serpiente contra el pecho, el pincel buscando tintas y clamores, la vida imitando su desnudez azul, todo pendiendo por fin en las cuchilladas y en las puertas. Todo pronto para abrir: para escribir. Pretender ver un ángel, ver el cadáver de un ángel, sus plumas sobre la almohada, descansando, en pose de espera o de rendir tributo a la estatua, la fría nieve en la espalda, el cielo mojado, arriba, la voz secreta, titánica de los blandengues muertos, asomados a un foso, del foso hablando para no decir las cosas ciertas, llenándolo todo del líquido de nuestro entendimiento. Ah, y los niños. Seguir el impulso de esos niños, de esos niños de manos vacías, ansiosos de cachetes colorados. Seguir esa negación, perseguir el cero sobre todas las palabras, buscarlo en un minuto que detenga ahí.


La imagen que acompaña estos poemas es una reproducción de Sunrise with Sea Monsters de J. M. W. Turner.


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