Vidas de los artistas, seguido de un poema de Joyce Carol Oates

Visiones de Josephine (1883-1968)

Proemio

Jo. Déjate encerrar por el cuadro.
Sé buena, Jo. Déjate apresar por los duros marcos.
No es que yo quiera atraparte,
sólo ahí, ese instante. Esa luz que te golpea la mejilla
tan suavemente. Este minuto en que el sol va saliendo
o se oculta lejos, tras las montañas (si lo prefieres, Jo,
serán cerros). El tren es todo vértigo, pero no lo notas,
Jo, querida. Los libros no nos permiten estremecernos demasiado.
Siempre dentro de los márgenes de la hoja, ¿sabes?
Pero también soñamos, Jo. También caemos torpemente
sobre duras camas. Y para ver el día, así, desnudándote,
te cubres de una luz espesa.

Creo ver un lento armatoste rojo cubriendo el horizonte
y el cuadro luminoso sobre el verde parduzco.
Pero no sé, todo está en mi memoria, y tal vez me equivoque, Jo.
Yo no sabía que tus manos alguna vez serían mías,
pero ya te pintaba desde la infancia.
En alegres farolas, en los pliegues de un mantel,
en la sonrisa lastimera de una sombra.
Estabas conmigo, siempre en mi paleta, en mis pinceles o como un cristo sobre los lienzos.
Y te vi otro día esperar a que terminara la función.
El cine es también un paraíso, Jo,
me gustaría morir en un cine, en medio de una proyección.
No importa, esperabas, con la mano apenas apoyada
sobre el rostro. Esperabas con tu traje azul con una raya roja
de acomodadora. Y yo te vi al pasar,
difusa entre el humo. Pero cuando quise acordar
el humo no existía. Y la acomodadora no existías,
pero Jo, Jo. Sí que existías. Existías
en la sala de espera de un hotel. Mirabas a tu viejo marido
y en frente, existías leyendo, distraída, el tercer tomo
de aquella novela.
Bueno, eso lo digo ahora,
tal vez leyeras el catálogo
de una tienda, o la Guía Azul.
Creo, tímidamente, recordar que tu vestido era azul.
Yo no sabía que un día podría quitarte
de un tirón, todos los vestidos reales o imaginados.
Y que tendría por la mañana el sabor de tu sangre en mi boca herida.
Pero así, te pintaba en los cristales y en el miedo y en el sueño.
¿Estarías de luto? No lo recuerdo, pero el tren es un vértigo.
Claro, todo pasa tan de prisa cuando uno camina mirando
casi por el rabillo del ojo
a la gente. Pero siempre te tendré, Jo, para completar mis alucinadas vibraciones.
Me gustaría ahora, Jo, que te quedes un instante quieta
sentada desnuda, como estás, sobre la cama. Apoyada en la pared
blanca. Estira las piernas, así, con tus tacones. Con las manos
entrelazadas sobre las piernas. Da vuelta la página. Imaginemos
por un instante, este instante,
que el día termina. Y que el horizonte, cubierto de luces raras
es inalcanzable. Pero que no importe, no, Jo, no llores.
Que no importe, que todo lo que importe
sea la tarde precisa, las cuatro maderitas del marco.

1931

Lista para partir. O quizá recién llegada.
La soledad del viaje no se parece a la otra soledad,
la de la cama. Pero a veces son la misma.
La soledad de separarse y que todo termine
una vez terminado. El vestidito rosado ¿no quiere
romperse? Y el pelo ¿no quiere soltarse?
Y el libro ¿no anhela, en tus manos, su destrucción?
Todo tiende a la disolución, a la muerte.
El verde al azul, el marrón al rojo, el amarillo al gris.
Todo tiende a desvanecerse. Los sombreros también,
y las doradas bisagras de las maletas.
Por eso la cortina está entrecerrada.
Pero no sabía nada de esto, buscando algo en las líneas
continuas e insistentes de letras. Pero cuidado: el libro
está en blanco. Y la piel transparenta toda la habitación.
Ella no sabía nada, ni por qué ni cómo ni dónde ni quién
recorta arbitrariamente los muebles o los marcos
de la puerta. ¿La habrá dejado abierta? Es claro que la puerta
estaba cerrada. Ella nunca estuvo ahí. Quién sabe.
Ese sofá, la cama, la ropa levemente apoyada, la entrevista
sandalia. Quién sabe.
Sólo una puerta blanca
vista al pasar
por el corredor
vacío de un hotel.

1952

Claro que él nunca estuvo aquí.
Es un personaje de la literatura, o es aquél hombre
que en noches calurosas supo tirar las sábanas
lejos, acariciar los muslos y la espalda, besar
por incontables horas el mismo círculo.
Pero ahora está. El espejo no refleja nada.
Y ella no mira. Ser vieja es una incomodidad,
pero no hay vejez en ella. Un vestido rosado,
el mismo que compró con su esposo, Edward,
en New York, en 1928. Pero claro, el tiempo
se confunde. Se mezcla. Y entonces
una mano de 1931 y una mano de 1915,
y los ojos de 1949 y los senos de 1908.
No hay tiempo para la vida. Por eso se detiene
a cada instante a pensarse.
El tren vertiginoso está atrasado.
El fantasma triste lo espera, a punto de dejar,
esta vez para siempre, el cigarrillo.
Como si todo esto importara. Las tapas
negras del libro, los verticales poemas
delatan la existencia de un orden.
El simple hecho de esta constatación,
de la luz de sol entrando por la ventana,
debería alcanzar. Ella está levantando los ojos
lentamente, del libro al hombre.
No sé qué visión o qué silencio los puso allí juntos,
para siempre. A punto de desaparecer o de corporizarse
en esta habitación, de luz ambigua.

1941

La luz del reflector atraviesa la sala,
ojos ávidos, metal de saxofones.
Siempre quiso volar. No había forma, le dijo,
de volar, sin precipitarse al vuelo.
Sin alzarse, completamente abstraída,
sin alas, sin ropa, sin ojos que determinen
la ligazón con el mundo. Levantando apenas
los pies, impulsada por una extraña congoja
y por la vibrante música.
No basta el dorado, todo el dorado del mundo
ni toda la firme seguridad de las tablas así dispuestas.
El vuelo requiere otras disciplinas.
La luz no es necesaria. La boca sí. También
la caída.
Pero no va a volar, claro. Es sólo una imagen
en un cuadro. No iba a volar tampoco
en su club, no era siquiera así exactamente.
Fue más fácil recordar sus pechos,
sus brazos, su pelvis, su cintura, sus piernas,
que el recuerdo que llevaba, como una seda,
entre las manos. Fue más fácil completar
en otros borradores la imagen fiel.
No hay nada real aquí. Nada que no lo sea.

Epílogo

Ya no están las dos casitas sobre los blancos médanos,
se han ido los últimos parroquianos del bar y el frío
de las cañerías ha despoblado finalmente los hoteles,
las plazas, los cines y las avenidas.
Los perros, finalmente, se han diluido, como manchas,
en el trigo.
Ya no queda el payaso, ni el hombre feliz, ni aquel verso
que leímos una madrugada. Ya no queda la vida.
Vayámonos.
Pero queda.

Bonnard (1942-1947)

Adenda
«Edward Hopper, Nighthawks, 1942″, de Joyce Carol Oates

Los tres hombres están completamente vestidos, de manga larga,
e incluso tienen puestos los sombreros aunque están en el interior,
todo está brillantemente iluminado,
y hay una mujer. La mujer lleva puesto
un vestido rojo de mangas cortas, cortado para exponer sus brazos,una curva de sus pecho color crema; está contemplando
un cigarro en su mano derecha, pensando que
su compañero ha dejado por fin a su mujer pero
¿puede confiar en él? Sus pesados párpados,
su sensual boca pintada, tiene la auténtica lividez
de una pelirroja, como leche descremada, peligrosamente bella
y supone que lo sabe pero ¿exactamente qué
la ha traído tan lejos, y dónde? —él empezará
a sentirse culpable en un par de días, conoce
los signos y el olor verdadero: sudoroso, rancio, como
a medias sucias; se escabullirá para hacer llamadas telefónicas
y ella jura que no va a pasar por todo eso
otra vez, que no va a quebrarse y llorar o rogarle
ni le va a gritar, está harta
de todo eso. Y él está silencioso a su lado,
no es un hombre como para hablar demasiado, pero está pensando
que gracias a Dios hizo esa buena jugada al fin,
está un poco aturdido como un hombre en un sueño—
¿esto es un sueño?—sí, considerando que es ancho, está quieto,
mudo, horizontal, y el hombre del mostrador de blanco,
detenido como él y sin moverse, y el hombre
en la otra silla sin moverse salvo para sorber
su café; pero se siente bastante bien,
sobre todo aliviado, esta vez está completamente seguro
de que va a funcionar, se lo debe a ella
y a sí mismo, por el amor de Dios. Y ella está pensando
la luz es demasiado brillante, probablemente
no demasiado halagadora, odia cuando su lápiz labial
se le gasta y el maquillaje se apelmaza, le gustaría
ir al baño de mujeres pero no hay uno
y sabe Dios cuánto falta para que abra una estación de servicio—
es la mitad de la noche y tiene el presentimiento
de que el tiempo no va a moverse. Esta vez
sin embargo, no va a rebajarse—
él empieza a hablar de su esposa, sus hijos, cómo
los decepcionó, cómo ellos confiaron en él y él
los decepcionó, y ella saldrá dando un golpe del maldito cuarto
y si él le dice Mi amor o Nena con esa voz,
pasando sus manos sobre ella como si tuviera el derecho,
le dará una cachetada, Sabés que odio eso: ¡Pará!
Y el va a parar. Más le vale. Cuanto más furiosa
se pone, más quieta está, no ha dicho una palabra
en diez minutos, ni siquiera uno de sus cabellos
se mueve, y huelen un poco como a ceniza
o a la henna que usa para aclararlos, pero
el olor es débil o lo que sea, con lo loco que él
está por ella no se da cuenta o no le importa—
enterrando su cara caliente en su cuello, entre sus pechos
fríos, o sus piernas—en cualquier lugar en que ella lo acepte
o en cualquier momento. Ella sigue contemplando
el cigarro ardiendo en su mano,
el del mostrador sigue detenido mirándola
boquiabierto, y no le importa, ¿por qué no?
siempre y cuando ella no le devuelva la mirada, de hecho
el está pensando que es el hombre más afortunado del mundo
así que ¿por qué no es más feliz?

Publicado originalmente en Transforming Vision: Writers on Art, de Edward Hirsch (1994)


El primer poema fue publicado en 2015 por Patricia Damiano, el segundo, en otro blog. Acompaña la entrada, ahora, el detalle de una fotografía de Laetitia Molenaar que revisita el cuadro Chair Car, de Edward Hopper.

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3 respuestas a “Vidas de los artistas, seguido de un poema de Joyce Carol Oates”

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