
Sequía
1
En la boca es barro espeso
la nube de tierra, blanca
árida, casi invisible
que se aferra a los pantalones, llena los pulmones
y obstruye la voz.
Entre las piernas es el cielo pequeño que empieza por levantarse
de a poco y se va formando sobre los cultivos
—la tierra ordenada, los arduos tomates, las calabazas en la oscuridad parcial de la glorieta,
las espinacas y la invisible remolacha, en un silencio atroz de sol encendido.
Caminamos por ese blanco,
figuras estiradas que a lo lejos lanzan chispas.
Un discreto halo nos señala: la sombra que proyectamos
sobre el polvo de densidad evanescente,
extracto de piedras que adquirimos
a cada paso.
Dejamos atrás las galerías de árboles, las esculturas, el alto laberinto, el grito de los cuervos,
la exuberante humedad domesticada, asfixiante, y la quietud final
de las flores apiñadas: nos recuerdan,
brújulas perversas,
que ya estamos siempre afuera.
2
Vuelvo a entrar al silencio. Las cosas organizadas así, dispuestas así por alguien, brillan secretas. Esta vez son piedras, pero podrían ser alas de mariposas soñadas o entrevistas, cucharas con restos de azúcar blanca, un autito de juguete recién sacado del envoltorio plástico. Ahí están y en ellas gravita el nombre, letras secretas que se desprenden del aire que las rodea. Son fantasmas sólidos que respiran callados, casi sin moverse, contando lentamente los segundos. Como un niño: como el niño escondido detrás del esqueleto de caballo, planta monstruosa, hace veinte años o más, quieto, atento, listo para correr. Y pasan en la piedra las manchas rojas, las gacelas saltando por la sabana seca, el sonido de un gorrión, un patio pequeño, hecho de aire cuadrado. La voz lejana y el parral, una campanita imitando el sonido de una campana. Todo el tiempo se sostiene así: como el polvo imposible sobre las piedras limpias —malaquita, obsidiana, amatista, el resto de un meteorito que rompió la atmósfera y el oro de los Incas. El libro blanco sobre las piernas del que lee lentamente una fábula de manzanas y prodigios. Ahí está todo: su voz dramática se detiene y comenta, agrega detalles a los viajes del héroe, salta párrafos cuando me aburro, se ríe y se entusiasma con el progreso de la acción. No deja un solo instante contaminarse. Hace calor y el perro está por ahí dando vueltas, arrastrando los pies de cansancio y no entiendo la diferencia entre eso, entre ese perro casi ciego en mi memoria y el que reconoce a su dueño que al fin vuelve. Por las hamacas van creciendo las orquídeas sin que las veamos y hay algo que se ha roto. El ticket sale de la máquina con un crujido verde y entro. Las piedras esperan, inmensas, traslúcidas, brasileñas. Unas brillan como las noches, el cielo despejado de la noche estival, los hielos en el vaso, una voz que murmura algo mientras aprieta con la mano una bolsita. Es de pronto nuestro el secreto, una risa que se siente para decir. Bajar la escalera apurados, conteniendo la respiración. Subir el repecho. Entenderlo.
Barcelona
Eras el eco alegre en el patio gótico
el agua que baja la montaña
un rojo apenas apagado contra la pared del templo.
Eras la plaza de elásticas palmeras
un clamor discreto de paseos y avenidas,
la casa de animales, el bosque techado,
el secreto de las calles angostas
olor a chocolate y libros,
la rosa del amanecer y el dragón nocturno.
Pero yo bebí la luz opaca
de tu herida, que es fuego en la boca,
voz de cárcel, la puerta cerrada a todo momento a los que miran,
los ojos siempre fijos en la manecilla
anhelando verla aparecer,
apretando papeles, órdenes, en los puños.
*
El que espera conoce las puertas,
cada nombre, número, el lugar que corresponde a las cosas,
el color de la tinta, el sonido que hace una tijera cuando corta, una hoja cuando cae,
el espacio entre el suelo y el lado inferior de la silla
la temperatura de las baldosas,
la respiración apagada de las polillas, la intensidad de la luz de cada habitación, la densidad exacta del agua,
el tiempo que se demora en abrir bien la ventana y el que demoran las piernas que van y vienen por el corredor, crujientes de papeles.
Y ahora estás, caja absurda,
con tus trancas por fin expuestas como la prisión que siempre supiste ser,
como las delicadas piezas de tortura
hechas para cerrarse.
Rapto
Le dicto una historia imposible de romanos y vikingos, que olvido entonces y ahora no recuerdo. Él profesa el amor de las palabras inusuales, que irrumpen en este instante, después de tanto tiempo (como la noche de repente), y libera un adjetivo —inhóspito— que tiene ya el lejano sabor de la magia del descubrimiento, cuando todo era nuevo,
de una fruta o después de la sólida disposición del mármol, de los caballos en batalla bajo la arena y ahora expuestos por fin al aire quieto del museo, del baile delicado de la voz cuando separa en sílabas Bu-cé-fa-lo y todo tiene un color dorado por la historia,
que es el conjunto feliz de tardes sobre las piernas de mi abuelo, bajo árboles generosos de sombra, mientras suena un agua intensa de nombres que guardaba como piedras y hoy saco de la bolsa para verlos:
el león en el mausoleo de Halicarnaso, la mano ligera de Hermes que pasa en vuelo, pagodas de la China, el sol de Cuzco, atardeceres en Pérgamo o Damasco y esos peces del mosaico ahí enfrente, más vivos que todo lo que toco o las bocas de las carpas oscuras que atraviesan, para respirar,
la superficie del arroyo traspasado desde abajo por los juncos y, si cierro los ojos, por las ramas flexibles de los sauces
en la orilla del río Guaviyú.
Diario de la grève (poema satírico en trece partes y un proemio)
La abuela puso las lentejas en remojo,
se secó las manos en el delantal (primero el revés y después las palmas)
y señaló un punto de sombra más allá de la cocina:
ahí está, me dijo,
el Primer Mundo.
Y yo ansiaba eso: la sangre caliente de los ganados,
como un ruido sordo sobre la pampa o la página,
el murmullo de los ríos o de las procesiones,
la respiración de la computadora cuando se queda quieta.
1
Y alguien murmuró
esto que pasa por el cielo claro (como un relámpago en una tarde estival)
es la eternidad.
Todos dejaron de trabajar al instante
(ruido de herramientas, martillos y lápices,
contra el piso)
y miraron hacia arriba, las manos por viseras,
a la estela brillante que dejó la eternidad,
como Ho-Oh en lo que hay de inalcanzable de mi infancia.
Había que verla pasar:
tenía garras afiladas y, como Ho-Oh en lo que hay de inaclanzable de mi infancia,
plumas brillantes de colores maravillosos.
2
Y todos dijimos,
con la cartebleu bien aferrada:
eso es lo que queremos conquistar.
Pero después cayeron adoquines de los pisos altos
y hubo humo y sirenas y noches sin dormir.
Y hubo la pesadilla inmediata:
¿qué hacemos con los hookups?
3
La maquinita de levantes se puso a contar al revés:
restó los kilómetros y lo dividió por metros
y luego empezó a unir lo incompatible y a disolver lo indisoluble.
Las nudes saturaron las habitaciones transparentes.
4
Pero había un problema: dónde iba la plata en números
por dónde corría, qué camino tomaba cuando había tanta gente ¡tanta gente!
en la calle.
Hombres y mujeres se mudaron a sus hoteles
para poder contestar el teléfono ardiente a todas horas
y las avenidas se llenaron de hojas y bicicletas.
5
Ya se sabe lo que pasa cuando mucha gente se mueve:
las piernas se cansan.
6
Estábamos todos solos.
Nos mirábamos las manos atentamente cuando se estiraban
con un billete doblado
para pagar un café.
Hablábamos bajo, absortos en la nube musical,
intercambiábamos cosas: dábamos y recibíamos
vasos con alcohol, pastillas, vapes, porros, puchos
y un melancólico polvo blanquecino.
7
Estábamos despiertos a toda hora
porque el límite del mundo era claro.
Nos dejamos arrastrar por los museos, indolentes,
swipeando obras, murmurando putain
merde
carajo.
8
Saloperie
decíamos: anulación, bloqueo, silencio. Todo se transmitía
en cintas a rayas
blancas y rojas
cerrando el paso.
9
Pero podíamos entrar por el agujero que se había abierto,
por el espacio del grito que llamaba
con voz de comunero, bajo las sábanas.
Al final, las cosas ciertas no eran sino una postergación de la verdad.
10
Y quién tenía el control de los metros automáticos
y quién dirigía el tránsito de avispas por el bulevar Haussmann
quién encendía las luces navideñas cuando caía la tarde
abría las puertas al norte, al este, al oeste y al sur
quién dejaba pasar a los mensajeros con las manos llenas de cartas y paquetes
quién respondía los emails
recibía a los turistas con los pies cansados
abría la puerta de las embajadas
quién traía café temprano, ponía la mesa, levantaba cajones de manzanas,
empezaba las oraciones, ponía los puntos
11
Pero las cosas siempre (siempre)
se cobraron ellas solas: la plata siempre (siempre)
vivió su vida en sí misma, guardada en cajas imaginarias
o corriendo como una sangre traslúcida.
Siempre fue la esfera perfecta que se hace a sí misma
y a sí misma se consume.
12
Había sólo una cosa tangible:
las bibliotecas eran, cuando abrían,
el paraíso de los creyentes.
13
Y en la estación subíamos escaleras desconcertados
perseguíamos trenes
tímidos
doblábamos abruptamente, para chocar con otro cuerpo,
el cuerpo de otro que se volvía tan real de pronto como el fuego en la televisión
como el vidrio roto de una tienda
como el gran cartel que decía «Es tanta la mierda
que ya no sabemos
qué escribir».
Poema de amor
Eran esas las palabras que te podía decir
sin que sonara trivial: palabras algunas simplísimas
como mesa o espejo
que veías con claridad, podías sostenerlas y tus manos
brillaban, encendían la habitación.
Cada vez que yo empezaba a hablar
vos te dormías y yo era devorado cada vez.
Porque teníamos una manera de entendernos
a través del reflejo del metal, la noche azulada pegando en la superficie
de la pantalla del celular,
lluvia de estrellas cuando cae de punta y se desbloquea
contra el suelo.
Y así es cuando empiezan a fundirse sábanas, cubiertos, azulejos.
Qué podíamos hacer entonces si el mar era una sustancia impronunciable:
su nombre lo dejábamos olvidado todo el tiempo
y volvía cuando creíamos que ya no estaba entre nosotros
como un encantamiento.
Era el sonido el que nos avisaba
cuando de pronto se iba la voz y abríamos los ojos cansados,
nos tocábamos como para entender dónde terminaba el cuerpo
y cómo estaba acá la noche acostada de nuevo,
ocupando el espacio que guardamos al sueño.
Montevideo
Hay pocos gestos
más vanos que decir ahí está Montevideo
mientras se señala un claro entre los árboles
o una llama encendida de pronto.
Porque si la historia corre como rieles paralela a la llanura
la memoria es el rayo que espanta al ganado
lo dispersa en un galope torpe de animal herido.
Si veo entre las páginas sonar la temperatura precisa
de una mañana cerca de la rambla
a la espera de un ómnibus
de Montevideo
puedo despertarme y decir ahí estuve. Ahí quedé
y ahí quedó mi brazo, apenas horizontal,
como el bostezo en el instante de la fotografía.
Y si vemos, si Camila ve los cerros
y deja pasar un instante le diré
mirá el color del aire y estas son montañas.
Y la masa de guijarros y raíces podrá estirarse,
volver los pies sobre la arena,
darse una vez más al viento.
Las cosas
1
¿Oís la voz atemperada de las cosas?
Es un susurro imposible
—las cosas no hablan—
que irrumpe de pronto como un relámpago en un día de verano.
Alcanza prestar oídos para sentir como un eco
(«ya no hay lugar al que volver»)
la palabra de la cosas.
¿La oís ahora? Está hecha de silencio.
Porque las cosas siempre dicen-nunca dicen
su fin: se consumen en sí mismas (la montaña se muerde las rodillas
hasta que es polvo en el viento y el zorro se deja
confundir con el asfalto del camino) o
arden en su redondez como la lámpara del estar,
hecha añicos por mano propia.
2
Las cosas se ponían en fila sobre la página para recibir la palabra,
que era un nombre común, de los que encontramos
en cualquier lado.
Eso se llamaba orden,
aquello el principio, corazón, nudo,
pecho, espacio, candelabro, mesa,
testigo, cielo, espejismo, paciencia.
Estaban ahí. Es decir, sabían estarse quietas,
atentas a todo,
para recibirnos. Y nosotros supimos oír sus lamentos (están mudas
de duelo)
sólo en el instante en que nos separamos, cuando dejamos de sentir
con intensidad el golpe de la sangre en los oídos.
3
Estas cosas,
pasado el sentido, quedarán.
Consigo mismas, mirándose absortas las uñas,
esperando: el tiempo será lo único que cuente.
El recordador
Persigo el borde de un recuerdo. Está ahí, puedo verlo, mostrándose casi por completo, como un animal en la bruma de un bosque de ficción. Me mira como un ciervo justo antes de echarse a correr, perderse entre las ramas que lo muestran y lo ocultan a la vez, en un sueño que se parece al espejo en que me miro ahora, tantos días después, con las manos atigradas de sangre, cubierto por un vaho delicado de plantas tropicales.
Son grandes, las plantas, carnosas como las amplias lenguas de los reptiles de invención que guardo en frascos de la infancia, suspendidos en agua mohosa desde hace años, creciendo en silencio, lentamente, amenazando la integridad del vidrio de ese tiempo, ligeros souvenirs de una época en la que todo respiraba todavía. En la que ir al cine contigo era simplemente subirme al auto en el asiento de atrás y contarte cosas mientras miraba las partículas de polvo levantarse en el aire caliente.
Paso el dedo y se retrae como un molusco. Todavía, me dice, no puedo asirlo, ponérmelo en la boca como a un tierno bocado de carne. Es la materialidad lo que se me escapa, lo que siempre parece empujarme al rectángulo de luz que llamamos ventana y es al final todo lo que tengo del mundo: una voz lenta, un hombre de túnica azul tomando un café cada mediodía, el infinito en esa porción de espacio entre la alfombrita y la puerta donde esperan tantos monstruos, como las bocas que veía cuando cerraba los ojos, los animales nocturnos que se sentaban sobre el ropero a verme dormir mientras desgajaban frutas generosas.
Era un desierto aquello: toda mi vida ante mí tendida como una trampa y la promesa de algo cierto al otro lado. Cada hoja leída, cada hora que pasábamos en aquellas cañadas, en el bosque donde vivía tu torpe corazón, en ese raro recodo que ahora limpio como si fuera la redención. Esa esquina de azulejos de ahí atrás donde esperan las arañas es ahora el secreto que habito, donde dejo cada uno de estos instantes que salen de los dedos como temblores y si estoy, si paso y me miro en la ventana que da al patio interior, en la cocina, amasando o sirviendo un vaso de agua, es que no he salido siquiera un instante de ese lugar.
Quiero decir: eso que acaricio ahora para invocarlo, eso que se estremece en las manos como un roedor asustado, es todo lo que tengo de vos, cuando empiezo a decir tu nombre y paso como las horas, detenido en poses claras, frente a pantallas, en sillas, dormido o respirando frente al sol, en ese momento en que las cosas se vacían de pronto y puedo oír perfectamente cómo se rompe.
Parc Monceau
Esta ventisca se llama
la locura de Chartres.
Es la arena egipcia de mi infancia
el cielo sobre el rancho y el sonido metálico
del agua entre las piedras. Yo la miro, quieta como una esfinge
(sus rasgos, borrados por la lluvia,
el eco dulce de otras hermanas olvidadas,
la cicatriz de un golpe de acero o la certera caricia del tiempo):
es para mí todo lo que he llamado historia.
Este mismo instante, el pato que rasga la superficie del agua quieta,
la falsa columna griega.
Ruido
1
Deja la casa. Y es el silencio que sigue a su salida (atrás queda el ruido metálico
del cerrojo, la llave que casi puedo ver activando el mecanismo de pasadores y resortes) lo que me despierta.
El instante es de extraña satisfacción, como si hubiera concluído
una difícil tarea: él está ahora afuera, a su día,
y el nuestro empieza.
2
Grito de las golondrinas:
es el cielo el que tuerce el hierro con los ojos apretados
y la noche lleva con sus manos estos restos, el eco agudo que pasa las torres del teatro, el campanario, el baldío de plantas agitadas y esa marca de sombra tras la escalera.
Así la esperamos: como si fuera la ola suave que viene tras nosotros.
El hijo único
Teníamos que imaginarnos el resto: el largo camino desde donde la arena se convierte en agua hasta el palo con el que juega el perro
y esos dos puntos eran señales de un mundo que podíamos tocar,
que veíamos estirarse y llenábamos de nombres, sombras, el reflejo de una mano apoyada en el hombro,
la noche queriendo irrumpir en medio del día, buscando un resquicio
para entrar cubierta de niebla.
Era cuestión apenas de oler y ahí estaba el día puesto como una pista,
estirado frente a nosotros, a nuestro paso delicado entre las piedras.
Era un gesto y nada más, pero todo el resto lo poníamos nosotros:
había que decir las palabras lentamente, para no despertar sospecha; la lámpara extranjera
brillaba sobre la cuesta y quería indicar que habíamos llegado. Eso nos decíamos
—«llegamos»—, mientras las voces se perdían a lo lejos.
*
Porque cuando vuelvo al cuarto solo y está oscuro
el eco repite sin articular, recuerda: Soy el hijo único.
Los anteriores poemas fueron publicados entre 2019 y 2020 en el blog Cosas que hablan, que hicimos junto a Isabel Retamoso y Carolina Silva Rode. Acompaña la entrada una fotografía de un cuarzo rosa con dentritas de manganeso que forma parte de la colección de piedras de Roger Caillois.