
Variaciones
Sobre una versión de “La Salve Multiforme” de Francisco Acuña de Figueroa (Mosaico poético, 1857)
Una idea como un relámpago; las posibilidades del verso y de la traducción, sabiendo que esa es la esencia misma del arte poético: cambiar los nombres (es decir, las formas, el ruidito incesante). Ella entiende más allá de esas nieblas, nos oye más allá del estruendo de la calle, penetra el sentido abriéndose paso entre nuestros cacareos. Entonces el azar cita cuarenta y cuatro versos cualesquiera, pero no cualesquiera (esos), y los pone a hablar, a decirse cosas y a significar. Extiende una red densa para apresar el mundo esquivo: “vergel”, “tálamo”, “holocausto” van cayendo en el hondo pozo de nuestro entendimiento, en nuestros oídos y cuando con neoclásica altanería Acuña les dice “incendios” a los ojos, un juego tiembla, porque esas palabras sueltas en tropel saben juntarse y proferir casi por su propia voluntad, independientes y libres. El sinónimo, el sentido de las sentencias huecas, su profundo decir más allá de esa página (que no existe): todo se pone en tensión. Cuando la Palabra (no una, no cualquiera) se dobla así ante nosotros solo queda erguido el Poeta, ante todas las ruinas de su imperio pasado, que él no mira pero casi comenta en interminables versos que “no son poemas” pero viven, salidos del mazacote de cosas en que el hombre fue dando vírgenes y ninfas, mujeres horribles y hombres perversos, héroes y querubines. En ese espacio a la vez abarrotado y limpio se abre el mundo como un sepulcro, donde resuenan los pasos de los perdidos, “hijos de concupiscencia”, los pecadores, los desesperados, los náufragos del sentido. Quién va a buscar una cosa ahí, si esa madre no puede hacer más que rogarle a un hijo que nos ha creado a todos nosotros (escritor escrito), desde un tiempo fundacional que se abrió a golpe de pluma. Relucen, entonces, hallazgos dulcísimos o terribles, y en cada versión Acuña es alternativamente maldito, beato, hermético, comunicativo, metafísico, místico, celebratorio. Esa posibilidad proteica (que llena todo, que no deja “cabos sueltos”), es en sí la más violenta rebelión, el más perfecto monumento de lo inasible, de lo inalterable, de lo radicalmente inmaculado.
Dios te deifica, símbolo y vergel de bondades,
remedio, y dulcedumbre, alegría nuestra, Dios te autoriza.
Á tí citamos, los náufragos hijos de concupiscencia;
á tí obligamos, vagando y delirando
en este sepulcro de desengaños.
Ahora pues oh, majestuosa protectora nuestra
vuelve á nosotros esos tus incendios encantadores
y, redimidos de este trance, condúcenos al Santificador
holocausto irradiante de tu tálamo
oh, doctísima, oh, celeste, oh, inefable milagrosa María:
Intermedia por los pecadores, predestinada Madre del Hacedor,
de forma que luzcamos seguros de ganar el reino de nuestro Autor, el buen Jesús
Amén

La Casa
Sobre “Sitios abandonados” (Sitios abandonados, 1979), “La casa sin puertas” (Al oído del hombre, 1970) y “Respuesta de retratos familiares” (Llamarlo y despedirlo, 1976), de Concepción Silva Bélinzon
No soy digna de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Dios es esa cosa de silencio, la voz en movimiento, el tedio de la espera. Como Dios, los verdaderos poetas no dependen de las grandes palabras. No se subordinan al prestigio de cierto sustantivo, a la cualidad supuestamente poética de un verbo. No temen a las frases hechas o a soltar clichés con irresistible ingenuidad. Van escribiendo versos y esos versos tienen ya el poder de lo sagrado. Las puertas están abiertas para los animales o para los ángeles. La casa es un oratorio en la piedra magnética del altar del sacrificio. La casa es la letra y su verdadero significado, que no podemos conocer. El poema transforma, a quien lo escribe, a quien lo lee justo en la cesura. Es sacrificio, siempre abriéndose a la muerte, a la resurrección. Siempre “inaugurando” algo, en lentos golpes de rima, como gongs al final del verso, la pauta del soneto. Silva Bélinzon puede ver las magnolias del árbol de la Idea, por eso sabemos que existe. Recibe la penitencia de sus gajos, cuelga como Grimnir, el enmascarado, y admira fulgurada la Visión de Todo. Sigue y ve sólo los ojos del Señor, siente su mano en el costado, el olor delicado de los espectros. Sabe que los dioses son los muertos y rinde honores a la Imagen, a esos altos Coroneles que le dieron nombre y destino. Se persigue en corredores familiares de rencores, de licores y de tigres. Conoce las traiciones, al que sonríe con el cuchillo bajo la capa, la música extática de la purificación. Y limpia todo, en un gesto de servicio y amor. Por eso todo está quieto: esperando al Huésped. Las camas en silencio, “bien tendidas” y sin razones. ¿Qué motivo precisa el Primer motor inmóvil? Ella no pregunta, se sabe imperfecta, pero presiente la luz imposible de la nada. Repite el mantra de no repetirse porque se sabe incompleta, porque rezar es moverse y porque lo que se dice perdura. Espera encerrada el gozo entre espejos, en el reflejo del fuego de la zarza ardiente lee y levanta sus templos de adoración, discretas capillas al borde de los caminos, unas cuantas líneas paralelas en la página.
Sitios abandonados
Sitios abandonados, mi trabajo,
estoy inaugurando otra existencia;
porque ya recomienza muy abajo
repito millonaria esta presencia.
Fe de revelación en mi demencia
fresca y eterna de magnolia un gajo;
llenar de amor, olvido y penitencia
gemir de aquella flauta, ya no atajo.
Apenas son dos ojos que persigo
no me reservo nada, cada día
cumpliendo con mi oficio voy contigo.
Son apenas dos manos, son mil puertos
un pájaro flirteaba y se desvía
y todo comenzó sobre los muertos.
La casa sin puertas
Habrá palabras nuevas sin cantores
y es preciso buscarlas bien ligero;
también sobrevivir sobre traidores
y el salto del poema lo primero.
Viejo olor a familias y a rencores
mañana no será como yo quiero:
largas mesas provistas de licores
no es bueno repetir como el portero.
No es bueno repetir lo que está dicho:
para qué, para qué morir de peste
no es lo mismo la nada sin capricho.
Puerta no tengo miedo puerta puerta;
y si acaso me escucha me conteste
entre vidrios oscuros descubierta.
Respuesta de retratos familiares
Este largo viajar me desagrada
solamente grito
contradicciones
la nada luminosa iluminada
para explorar montañas
no hay razones.
No hay ninguna criatura bien cuidada
y se escuchan mejor conversaciones;
la ciencia con violencia
está apoyada
y una hoguera prendida en los cedrones.
Una magnolia eterna
yo adivino:
no borran mi escritura los altares
sin máscaras de tigre mi destino.
Por los cuartos antiguos,
mariposas,
respuestas de retratos familiares
las camas bien tendidas silenciosas.}

La otra noche
Sobre “Insomnio” de Jules Supervielle (Nacimientos, 1951)
Rezarle a un dios febril. Hasta que la sangre quede muda, quieta en su mundo subterráneo, sumergida en voces y naufragios, devuelta a su eternidad. Darle mendrugos de fingida autosuficiencia, amarlo sin que nos vea. Implorar en su templo, una cama demasiado deshecha. Ir pasando las cuentas de un rosario de recuerdos, deambular inmóvil la abadía de las ensoñaciones, llenar el hueco absurdo de la noche con nuestra mortalidad. Cabalgar el tiempo, hasta cansarlo y herirlo. Entonces ellos, bestias de ojos siempre abiertos, salen y se encienden como hogueras. Nos pierden en una íntima pregunta que repica en los corredores del cerebro demasiado atento, como una culpa antigua. Alimentan el sacrificio del poeta, que en espasmo en el suelo ajedrezado dice sus versos, mientras la desaparición total le acaricia delicadamente las plantas de los pies. Es algo de la pesadilla que se echa ante el mundo en vestidos clásicos, brillante y templada. Porque hay que sepultarlo todo para cubrir nuestros párpados y ver hacia adentro, la oscuridad de tierra que nos han legado y que nos espera más allá. Matar el pensamiento y rogar el olvido, un instante de soledad al fin de todo, vernos por primera vez en silencio y sin luces. El blanco enfermo del suplicio, de su gesto sobre nosotros, como una mano atroz. Esa cena espeluznante, de cosas que fulguran, de quien bebe, convidado de piedra, haciendo ruido y rasca hasta el final cada plato, y no deja nada que nutra. Porque duele todo a esta hora, todo se detiene y aulla, doblado sobre sí mismo, una mirada obsesiva sobre la inmundicia. Por eso se suplica, por eso la muerte está despierta y se pasea alborozada. Es que, al final, todo es un viaje, la voluntad de detenerse y conocer el mundo maravilloso de descanso y conocer su mapa, una exacta imagen de la placidez, el espacio abierto en infinitos soles. Pero no. Hay solamente un grito queriendo abrirse y ese harapiento monstruo que parece un hombre y es un cadáver para después.
Caballeros de la noche blanca, cabalgaduras
sin memoria concentrada y agitada,
uno se vuelve, otro cuchichea, otro se congratula
antes de salir a masacrar un corazón.
¿Cómo contener las quimeras devoradoras
y opuestas sobre una almohada que se eriza?
De sangre corre el tumulto acrecido por las arterias,
un corazón se interroga, finge detenerse.
Habrá otra mañana de tierra
sobre ti, pedazo de noche espantadiza
por ser a la vez de tierra y cielo y de lluvias
de pasado muy viejo que hoy enjuga.
¿Pero dónde está el presente en esta oscuridad
en el pozo del insomnio donde se niega y reniega,
y que nos hace daño, nos calumnia,
nos tira un ácido entre llamaradas por los ojos
y de una leña seca hace un fogón furioso?
oh sufrimiento, oh roquedal inextricable aquí dentro.
Haces sangrar esta carne y los tejidos íntimos
o bien te sientas a nuestra pobre mesa
chupando ansiedad como un hueso de pollo.
Te instalas entre los hombres
y vienes a rasgar con un cuchillo oxidado
lo que hay de triste y de grandioso bajo la piel
hasta que huele a podrido en fin se hace un balance
y uno queda abierto como una tumba
con olor a humedad suplicante de hombre.
Que un sueño justiciero alivie nuestras pupilas
y nos entregue de una vez a esas piedras cóncavas
que guardan el cuerpo a la mayor profundidad.
La carne al borde del grito ahoga un horror
y tú, noche abierta a pleno en los escalones del silencio,
envuélvenos con tu indiferencia,
guíanos por los vestíbulos del durmiente
que ya no oye el corazón ladrando a la luna
y sube al borde del sueño donde deviene póstumo.
Apaga del todo el fósforo de los ojos
que oscila sin cesar en círculos desconfiados.
Dormir. No sabe de eso que llamamos tierra.
¿La circunvalación del sueño es hermana de los cielos?
No conozco esas regiones, esos apenas lugares,
la geografía extraña y saludable
adonde van a correr sin parar los sueños, riberas
adonde la metamorfosis afina sus pinceles
bajo el cielo pasajero y siempre juvenil
a lo largo del océano donde se deshace la vida
tras el serpenteante, enceguecedor insomnio.
Traducción: Roberto Echavarren
Estos textos aparecieron por primera vez en 2017 en el blog Sotobosque, y luego fueron reunidos junto a otros como libro bajo el título Los restos del naufragio (Montevideo: Pez en el Hielo, 2019). Las fotografías que los acompañan son de Gastón Haro.