Respuesta a Leonor

Imagino, hacía calor. Las ventanas, grandes, daban al este y el sol ya superaba los pinos a media mañana. Él esperaba, sentado en una butaca de cuero marrón, acaso con las piernas cruzadas como yo quería sentarme también un día, con las piernas cruzadas como las mujeres y también los hombres que admiraba.

Uno a uno entrábamos los niños
y hablábamos con ese hombre grande, un cura viejo que yo conocía de vista, de verlo pasar por las calles del balneario en el que veraneaba, con una cañita contra el hombro. De verlo ya en el arroyo, pescando.

Yo devolvía los peces al agua y él no.

Estábamos todos, más o menos, hablando por hablar, pero un adulto nos escuchaba con toda la atención. Y decíamos, uno a uno, en soledad con aquél hombre,
con el sol reflejando en los vidrios, unas esculturas curiosas, de madera, traídas de Pascua o del Brasil, los libros quietos.
El recuerdo de unas palabras que repetíamos,
«estás perdonado», dichas a un niño, pecador por herencia.

Y luego eso: romperme la mano contra Dios.
Abrir la herida, «te absuelvo».

Pensar con fuerza, en soledad, en Dios, poner la frente en blanco
a su disposición, para que la llene. Entrar en iglesias al azar, arrodillarme frente a Dios
pedir algo, pedir perdón

no soy digno de que entres en mi casa
pero estaba ahí y la sombra que proyecta una estatua de la Virgen,

mojarse con un agua invisible la frente (sin ceniza). Uno mismo porque
¿quién?

Era una línea de oro. Mármol sobre mármol. Incienso. Terciopelo.
Madera y ladrillos en mi infancia.

Y nadie respondía cuando yo miraba el ícono y decía «hacé algo
ahora
hacé algo».

Y los muertos parecían mirar para el costado,
y era todo transparente: la sangre pura,
porque el llanto
(pasamos el desierto que se abre entre las 12 de la noche y el alba cada madrugada
y no fuimos tentados
pero no había voz ahí
o algo clamaba pero adentro
y no había nada
ni la sombra de una zarza
ni la zarza
y eran años de eso: poner un pie y luego el otro, hablar con las piedras,
esperarlo. Y entonces era eso
decir
«creo, creo en»
cuando se abría el canto
nada
y después
nada
y la afirmación, cada día, del vacío
y la afirmación, cada día, de lo que no habla).

Porque estaba entonces, era una voz antigua
igual a la del silencio.


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