Imagino, hacía calor. Las ventanas, grandes, daban al este y el sol ya superaba los pinos a media mañana. Él esperaba, sentado en una butaca de cuero marrón, acaso con las piernas cruzadas como yo quería sentarme también un día, con las piernas cruzadas como las mujeres y también los hombres que admiraba.
Uno a uno entrábamos los niños y hablábamos con ese hombre grande, un cura viejo que yo conocía de vista, de verlo pasar por las calles del balneario en el que veraneaba, con una cañita contra el hombro. De verlo ya en el arroyo, pescando.
Yo devolvía los peces al agua y él no.
Estábamos todos, más o menos, hablando por hablar, pero un adulto nos escuchaba con toda la atención. Y decíamos, uno a uno, en soledad con aquél hombre, con el sol reflejando en los vidrios, unas esculturas curiosas, de madera, traídas de Pascua o del Brasil, los libros quietos. El recuerdo de unas palabras que repetíamos, «estás perdonado», dichas a un niño, pecador por herencia.
Y luego eso: romperme la mano contra Dios. Abrir la herida, «te absuelvo».
Pensar con fuerza, en soledad, en Dios, poner la frente en blanco a su disposición, para que la llene. Entrar en iglesias al azar, arrodillarme frente a Dios pedir algo, pedir perdón
no soy digno de que entres en mi casa pero estaba ahí y la sombra que proyecta una estatua de la Virgen,
mojarse con un agua invisible la frente (sin ceniza). Uno mismo porque ¿quién?
Era una línea de oro. Mármol sobre mármol. Incienso. Terciopelo. Madera y ladrillos en mi infancia.
Y nadie respondía cuando yo miraba el ícono y decía «hacé algo ahora hacé algo».
Y los muertos parecían mirar para el costado, y era todo transparente: la sangre pura, porque el llanto (pasamos el desierto que se abre entre las 12 de la noche y el alba cada madrugada y no fuimos tentados pero no había voz ahí o algo clamaba pero adentro y no había nada ni la sombra de una zarza ni la zarza y eran años de eso: poner un pie y luego el otro, hablar con las piedras, esperarlo. Y entonces era eso decir «creo, creo en» cuando se abría el canto nada y después nada y la afirmación, cada día, del vacío y la afirmación, cada día, de lo que no habla).
Porque estaba entonces, era una voz antigua igual a la del silencio.
Dejo al chocolate disolverse en la boca, siento el suave rigor de las semillas de sésamo, tomo un poco más de café. Hay sol —me da en la espalda, el brezo crece en el balcón, hay música (un disco de Jens Lekman y Annika Norlin que quisiera comentar contigo) y papeles sobre la cama, un libro, todo dispuesto. Y por qué, entonces, sabiendo que no estás más del otro lado, chocolate, acaso agua o un jugo, sol y los mismos libros, todo lo que sabíamos nuestro y creímos para siempre. / Un artículo sobre un libro japonés de historia norteamericana, en el que los próceres son héroes mitológicos, una película nueva, las impresiones sobre lo último de Julia Holter, un edificio, el cartel del lavadero que está cerca de esta nueva casa, la increíble historia de un amigo común de Facebook, comentarios sobre El ángel azul, que cuando estuve en Barcelona me compré por 3 euros White Teeth, que voy a verla, a Julia Holter, en diciembre. / Se abre una puerta y cae de pronto, como empujada por tu partida, una parte hermosa de mí, la que cuidaba para vos, la que miraba las cosas pensando qué verías ahí, si pensarías como yo que eso es horrible, qué dirías de mi última idiotez, si no me sirve de nada, si es mejor callar ahora. No veo en la casa nada más que un resplandor lejano todo lo que se ha hundido inevitable, derretido en una cosa compacta que espera. / De pronto llega: es un escalofrío cuando digo era así, pensaba que estarías esperando por ahí, silencioso como en mis sueños, cuando aparecías con una sonrisa y me ayudabas a llegar a algún sitio. Era la noche gotea y llegan los impulsos, mensajes, sonidos el espacio de una mano no demasiado grande puesta frente a mí, es lo que se dice confianza, caer fulminado de llanto agarrado al sillón, mientras se siente un ruido, arriba: una tela que se desprende del cielo en medio del océano. Un telón que cae de negrura y deja al otro lado el jardín, el tiempo bueno en el que estábamos juntos, mirábamos lo mismo, al mismo tiempo y nos reíamos de cualquier cosa: compartíamos el tiempo. ¿Sabré lo que era eso? ¿Compartir el tiempo? / Si pudiera seguiría la conversación donde quedó, te diría: ¿leíste Íntima, al final? Me dijiste que estabas con libros breves porque tenías que sostenerlos con una sola mano (en la otra tendrías la vía, supuse, pero no quise preguntar). Habías leído, en esos días (la última semana en la que pudiste hacer algo así) algo de Zweig Amuleto —bromeaste sobre la imposibilidad de sostener con una sola mano Los detectives salvajes— y Los galos, los galgos. / Ahora sí, dice todo lo que toco, ya no hay lugar al que volver. / Como un galope en la noche: hienden la penumbra de mis sueños los perros blancos de la medicina o del veneno. Los oigo sobre los techos —la pizarra deja resbalar el sonido pesado las hojas se amontonan y entonces miro, una parte de la pantalla donde titila tu nombre (me repito: no estás, eh, no estás ahí). / Y yo lo miro desperezarse, al mundo, estupefacto a este paisaje que se arma todavía ante mí y bajo los ojos con vergüenza. / ¿Quién está ahí? Como si hundiera una espada en la oscuridad se oyen palabras tuyas, adjetivos, veo cualquier cosa arreglarse de cierta manera, y eso es suficiente. Tengo la compulsión, todavía, de guardarlo para cuando nos veamos. Como antes —pensaba: me voy a aguantar, no le voy a mandar un mensaje así se lo cuento enpersona. / ¿Podré ser justamente eso que tenía, una voz que dice tu nombre y espera un instante para verte?: estás en el sillón de casa, comiendo algo que preparé, Camila está al lado tuyo y yo los miro desde la esquina y hablo, o tomamos algo en la calle Bacacay con Martina, que saca una foto, o estás en el jardín del Museo Nacional de Artes Visuales, venís con Mariana y te cortaste el pelo del todo. Venís bajando por 21 a mi encuentro, en la puerta del cine, o el primer día, en la vereda de Paysandú, con otra gente, hablando de Margaret Atwood, o después, señalando con el meñique un papel que dice Carlos Federico Sáez, o en Lautréamont (se presenta un libro y nos reímos porque la poeta habla mucho de sus nietos), o cuando me decís estoy afuera o llego en 5—
*
Tuve un sueño. Estábamos, quién sabe por qué, en Carrasco. No recuerdo la calle, pero podía ser Mones Roses, Divina Comedia o Millington Drake. Calles viejas que asocio a la felicidad tranquila, a pasar con el auto, lentamente, enfureciendo a las camionetas, inmensas en su pastosa desproporción. A las hojas de otoño cubriendo el suelo, las casas inmensas con patio, una idea de algo que se perdió, a pocas cuadras, en la vulgaridad de las construcciones nuevas. Pero era verano. Estábamos de remera y caminábamos; veníamos de tomar el té juntos. También estaba otro amigo con nosotros, pero había quedado atrás, tal vez pagando, después de insistir. No eras exactamente vos, aunque en el sueño yo sabía que sí. Eras un japonés de ilustración, el avatar que elegiste en WhatsApp, pelo negro, lacio (eso sí era tuyo), pero una pequeñez de hombros estrechos, una delgadez que no me hacen pensar en vos y que en el sueño era señal de tu salud restablecida. En el momento, creo, no me daba cuenta de ese desfazaje. Te apoyaba la mano en la espalda: algo me decía que debía tocarte, sentir tu cuerpo, comprobar que no fueras un fantasma o una sombra. Tenías una remera blanca. Íbamos un poco más rápido, porque habíamos estado fingiendo. Nuestro amigo en común estaba muy preocupado por vos (me había llamado tarde, angustiado) y querías demostrarle que, a pesar de haber estado en el Hospital varios días y muy grave, ahora estabas bien de nuevo. Pero, aunque se te veía radiante, no era más que una mascarada, así que nos apurábamos para poder charlar y porque yo no podía reprimir más las lágrimas. Vos no hablabas nunca. Era yo quien decía “Tuve mucho miedo”. “Te quiero, Mateo”. Y vos sonreías porque ya sabías eso. “Pero eso ya lo sabías”, agregaba yo y asentías. Creí que se iba a morir, pensaba, y entonces todo empezaba a parecer raro, tras el recuerdo de un mensaje de Mariana. “Dicen los médicos que es irreversible”. Me recuerdo ahora frente al teléfono. Ese mensaje, que formaba parte del sueño, pertenece a la vigilia. Me acuerdo de repetir la palabra “irreversible”, pensar en ella, verla moverse en el aire como un animal asustado. ¿Qué sí es reversible? ¿Cómo estará Mariana ahora?, pensaba en el sueño. Al instante hacía un comentario malicioso sobre alguna cosa y me reía, pero cada vez era más evidente para mí que había algo que no estaba bien, un desplazamiento que tal vez tuviera que ver con que vos no eras vos, que tu cuerpo no era exactamente el tuyo. No obstante, pensaba que al final había tenido razón, que podríamos seguir hablando como siempre (en un momento atroz de tu última internación yo pensé en decirte muchas cosas, fijar días para hablar por Skype, despedirnos), casi como si no hubiera pasado nada. Pensaba que habría una prórroga, no por tu bien (lo admito, sí), sino para el mío, que podría decirte cosas hasta el final. ¿Y con quién hablo yo ahora? Nadie responde. En el sueño era todo brillante. Había futuro y sin embargo tampoco entonces me lo creía del todo.
La imagen que acompaña la entrada es del tumblr Polysynthesism.
La mirada sobre las cosas la casa amplia y hueca, un torbellino, una llamarada, el retroceso de los talones hasta la noche.
*
Está todo quieto las blancas formas de la oscuridad reposan en suspenso, conteniendo su respiración de polvo y humedad. Respira la madrugada silenciosa, y hay un olor certero, almizclado en el aire, denso de sueños. La enfermedad duerme tranquila, entre las sábanas azules revuelta como una dura rama inmóvil, pidiendo, abriéndose paso entre el frío.
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Escucho el dulce eco del lavarropas cuando centrifuga su aguda precisión de impulsos y señales la estática, el revuelto entusiasmo de la caja negra, compacta, erizada de nombres, hablando, desde el desagüe del baño, su lenta lengua de espuma y pelusas.
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Ni se reconoce en un espejo puesto por Lacan Roberto Appratto
Quisiera recuperar el espejo grande que dejé en mi casa materna.
Miento: no había ahí un espejo grande que cubriera una pared completa o fuera, al menos, del piso al techo o, como en el cuarto que fue de Camila, me triplicara.
¿Y qué fue de todo aquello que bastaba para reflejarme: agua de un pozo o chocolatada, la superficie azul de la máquina cuando se mueve?
Hubo un tiempo en el que yo podía hablar, sí, y había alguien ahí, más allá de esa niebla, abriendo la boca haciendo gestos soltando palabras y señales:
muchas respuestas que yo sabía tomar con la mano.
Acompaña la entrada un fotograma de Deux ou trois choses que je sais d’elle (1966), de Jean-Luc Godard.
avec les memes mots faire venir d’autres outils encore inanimés
Silvia Baron Supervielle
Cómo decirlo, despertarse temprano (es la pastillita blanca) y sentirlo ahí, palpitando dentro, alimentándose. Lo llamaron el pecado y era un bicho esquivo, con una caparazón brillante, las patas arañando los órganos, abriéndose paso por la carne temblorosa, negra, mordida. ¿Qué, susurraba en la oscuridad (había cosas jamás oídas, viscosidades que se movían como babosas negras, una especie delicada de la espera), me pasa? ¿Qué es la boca que se abre, todo un estómago en el centro de la habitación, cubierto de una capa fina de polvo, como la estela de un paso en la arena? ¿Qué es la boca que insiste en abrirse al desierto, el temblor de una cosa no dicha, que se guarda sin hervir en las entrañas, espera el momento y salta, para atarme, para poder así atarme, para envolverme, araña cruel, las manos, los huesos, llevarme, que todo se cubra de cenizas?
Nadie responde.
Más allá: la certeza reptil en las tripas, golpeándolo todo sin ver, ciego de hambre, brusco, ambiguo, apretado. Qué sabe el animal cuando la piel cede y deja todo nervios atentos al sonido, abierta carne a la inclemencia del día, qué plegarias se pueden escuchar atravesando las paredes.
Nadie responde.
Tenía dos cosas: la cama para siempre y ella, la idea fija, el óxido en la noche, como una piedra brillando, abierta a mi serenidad, hurgándome los dedos, sentada ahí, junto al vaso de agua, a mi lado, que estoy intentando respirar. La tenaz, la espesa vía, la madrugada. Es la palabra amigo la que se deja así, la que se entrega aunque quede todo expuesto, dado como una herida, parado de esta manera, antes del cielo, gris, casi cercano.
Es la necesidad de ver personas en los gestos: una campera negra, con cierre metálico y un botón en el cuello, la remera que dice Punk Is Dead, el pantalón, también oscuro, los Adidas azules, las tres líneas rojas -todo eso en una silla: en el respaldo o doblada la ropa sobre el asiento, o colgando de los posa brazos, frente al escritorio: todo eso sobre una silla sos vos.
El poema forma parte de una sección del libro inédito Cuaderno de verano (2017-2018). Acompaña la entrada una ilustración de Mihoko Takata.
El perro del recuerdo daba la vuelta fantasmal en mi regazo, como una sombra encadenada a mi pecho, casa de otros. Era una voz delicada, el lamento que no vimos pasar volando como una paloma hasta el próximo bicho desparramado adoquín de vísceras abierto como una mano que tapa el sol.
Suena ahí, cerca, el estallido y caen, de tordos y hojas, las pelusas del plátano en lluvia de oro sobre el vocerío y las huellas en el barro de otra lluvia. Y todo parece hacerse frente a mí, como el instante abriéndose en el rosado del cielo rompiendo la franja más oscura en la que habitan los barcos, monstruos marinos disparados, por la lenta gravedad, al otro lado, orilla impávida.
Yo quería poner todo en un espacio limitado el pozo este frente a mí, cubierto de palos y coquitos de eucaliptus y de pasto. ¿Cómo se abren así en la tierra seca, esperan qué? Bocas, puertas a dónde, cómo se abren así en la tierra fresca y guardan plumas y boletos, marcas del trasiego misterioso de los números que se cargan y descargan en el cubito que expende cosas, marca de un tiempo y el espacio recorrido por esa voz desde que suspira por un sitio y deja caer gracias, como monedas.
Y era un fuego absurdo, la velocidad del metal. Las ganas en el pecho el desembarco de algo maravilloso, nocturno, mojado como una hoja rocío y cielo, todo para nosotros.
Podía verte recortada, la espalda tomada del sol, el espejo del día, deslumbrante como una pantalla, crispado de latidos y decirte cosas pero de forma sencilla, que esas rocas que arman círculos esperen mis suelas ansiosas, el atardecer en voces que vienen de otra parte.
Todavía quería decir el sol es el mismo aquí y en Parque Rodó aunque en la noche, cuando se enciende un contorno del avión y refleja velocidad y ruido vi todo eso y no era cierto.
Entonces no era para escribir cosas nuevas ni para abrirse como una caja de postres o una botella la media baguette mordida desde ayer.
¿Era para dejar una piedra sobre la tierra que no pisaron los pies hacia delante, que no tocaron sus manos frías? Poder nombrarte completa, contenida en esas letras sobre el agua, un grito lejano perforando el amanecer, y ahí sí ser lo mismo.
Montevideo—Saint-Denis, septiembre de 2018
El poema forma parte de una sección del libro inédito Cuaderno de verano (2017-2018). Acompaña la entrada un fotograma de Agatha et les lectures illimitées, de Marguerite Duras (1981).
La ventana escucha el murmullo de sus voces ronroneo de autos y gritos plenos, metálicos; todo sabe, si todo está atento al aleteo de los pájaros sobre la pizarra del cielo las gotas temblorosas.
Había que verlo pasar con su propia cabeza en las manos, hasta abrir una fuente. Había que sentir el llamado, la tela suave deslizarse como una serpiente esa música extraña que lentamente comunica, el torpe repiquetear de mi propia voz balbuceando en lenguas, de acá a allá, lejos de mi madre, lejos de los libros que dejé en casa, lejos del suspiro que sube como un espasmo desde el río y todavía dice cosas, voces no calladas por la muerte que devuelven nuestras inmundicias a la costa cada febrero.
Y todavía hay algo nocturno y frío, una nueva especie de soledad que respira. El descubrimiento bajo el manto celoso del mundo, de la boca cubierta de mordidas, sangrando sobre cemento y tierra, cuando la hora se abandona.
Esa voz llega hasta mí como un secreto el imperturbable misterio de otro siglo, el crepitar nocturno del fuego, el papel y la pluma, el golpe sobre la piel tendida. Es un sonido a la vez reconocible y nuevo, prendido a otros ritmos lentos, ecos rugosos de rinoceronte, el suave restallar de la frambuesa en la boca, el sol abriéndose paso por entre el agua, campo de concreto y metal, hasta nuestras caras entregadas a su brasa.
Hay niños abajo, doblando la esquina, persiguiéndose, con remeras de fútbol o hermosas camisas multicolores, se sueltan de sus padres, la mano arrojada como un hueso, la suave luz que transparentan las uñas, el brillo de la piel tersa, los ojos con lunas, el reflejo espléndido de los artefactos —luz y ruido.
Entonces se abre como una palma el campanario y llama a algo y no respondemos. Hay sol y la mañana se expande y multiplica, en el silencio o la música, en el rasguño de las motocicletas en el bulevar.
Y nada espero, sólo al día que se exprese.
El poema forma parte de una sección del libro inédito Cuaderno de verano (2017-2018). La imagen que acompaña la entrada es la decapitación de Saint Denis en la fachada de la basílica.
Comíamos como feroces la lenta pasta que mi abuela nos había dejado. Me desperté a las 6:30 y me puse a cocinar, casi hasta ahora. Me acosté para descansar, prendí la tele y vi esas cosas: tiros y una mujer que lloraba en el plató con los ojos manchados. Había un animal salvaje, oscuro, de pelos erizados y mirada asesina en otro canal.
*
Pude oír los ruidos que llenaron la habitación de estruendo que entraban y salían pasos, puertas, golpes, cosas que caen en la casa de al lado. Y mientras tanto, esta voz de mujer que entra, como una pequeña muestra de la voz secreta, de perro, enterrada en el pecho, ese suspiro en la selva, que nadie oye y furiosamente despierta a los pájaros.
Camila me mira, desde la silla y entiende desde antes, todo lo de bueno que hay ahí.
*
Pasan lentos tickets, boletas sucias, recibos y cheques al portador, un pesado sueño de metales que revienta todo abajo, es fricción.
Y la cama hierve, entonces, cuando caen los números rojos, calientes, apesadumbrados.
*
Una cosa es sentirlo todo, la música y esas bocas que se mueven en la pantalla, tan seductoramente, y otra cosa es verlo: tal se ven las palabras golpeando como gotas la chapa grosera del libro.
*
Me dejé llevar por ese murmullo que se oye desde el periódico cuando se lo arruga para encenderlo.
Me dejé llevar por el hielo que cae en el vaso y por el dedo que lo gira lentamente.
Me dejé llevar por la mancha que repetía crítico con los ojos entornados, negra sobre blanco, sobre amarillo, sobre nada, la piel, el graznido brutal que abre los cielos, para que todo funcione: para que la carne quede tierna y la sal sea hermosa y blanca y las piernas sepan levantarse y acercar sillas a la mesa.
*
La pasta de los días— una sustancia delicada, inalterable, seca. Se extiende sobre la tabla como la línea de pintura, con la espátula, como si fuéramos expertos, como si nos dedicásemos a esto.
*
Todo escucha, siente, se suspende y cierra, como un estuche. Oís el clic lejos, el golpeteo, la mano que cierra tibias canillas, ahí viene y esperás la llegada de la pesadez. Se abre como una cama.
*
Nos quedaremos leyéndonos a nosotros mismos entre páginas sueltas, arremolinadas, como en sequía. De pocas cosas parecen venir los ocasos, de cosas elementales (una copa, una lámpara, un estilete), ahí se dan a nacer, entre el vidrio y el acero, con voluptuosidades de humo.
*
Cuando por la noche salgo a sacar la basura oigo una voz, distante
Soy el hijo único
y arrastro lo poco que llevo: había dejado fruta madurando en la heladera, las moscas y los gusanos—
La serie de poemas forma parte del libro inédito Cuaderno de verano (2017-2018). La imagen que acompaña la entrada es un fotograma de Il Decameron (1971), de Pier Paolo Pasolini.
pop is experienced not as something which could have impacts upon public space, but as a retreat into private Oedlpod consumer bliss, a walling up against the social.
Pude tenerla en mis manos sentirla en toda su suavidad dejarme vencer.
Pude decirle cosas para que creyera que el tiempo era cosa nuestra, que todo el tiempo estaría esperándola para comerla.
2.
En medio del estacionamiento, tembloroso de electricidades la boca abierta, Edipod tiene el coso apretado en el puño— cobre y grasa.
3.
En el viaje la sacudida del viento de neutrinos te revolvía el pelo y éramos esa perfección dorada que arde entre las piernas cuando sube y baja el interruptor.
4.
No era sencillo hablarte, Yo-Edipod sin cruzar palabras, mientras era el día
mientras decíamos “cinco minutos y vuelvo” o no porque era todo lo que teníamos, este puestito de sellos, de firmas en el aire, de llenar cajas blancas de siluetas y sombras, de las hojas escupidas lejos— oí, Yo-Edipod, cómo caen de miel las fojas sobre el escritorio lejos, en la Sala de Impresión, toda rótulos y pulsaciones luces que titilan al borde de la cama perversa, del cubo de luz que te pone entendido aferrado al rulo de un cordel que suena y para estable sólo entre el minuto cuando llega la voz y el minuto en que la voz se va y dispersa el mandato:
parate cruzá la puerta de los colgados oí la voz narcótica y dame una de esas que se quiebran con la uña que pongo bajo la lengua, bajo el idioma.
Porque en la repetición, sabías, estaba la sombra de un beso, Edipod, con los dedos mordidos, con esas madrugadas de reflejos, de trabajo/no-trabajo que es el tiempo que decimos el tiempo a esa pasta atravesada de vociferantes, de perros puestos en fila, de hombres doblados como sillas en la arena así, viendo que se va y qué viene.
5.
Si no lo esperás si lo esperás y sabés y querés que venga y te llene de eso como yo, como esta ansia de ver ver y de tener sujeto algo que se equipare a esa intensidad que palpite igual que se sienta como la realidad.
La imagen que acompaña estos poemas es una reproducción de Oedipus and the Sphinx (after Ingres) de Francis Bacon.
¡Richmond! Su ira han desahogado durante cien años en vos, y arruinaron tu amplia muralla, tu una vez fuerte barbacana y tu salón principesco; pero ninguna tronadora explosión, ningún ejército hostil ha roto tu majestuoso torreón— ahí toda almena y contrafuerte se sostiene, como cuando la llamada del Conquistador despertó a tu hostil anfitrión, y miró con desaprobación la escena en que el Swale mezcló salvajemente sus bellezas. ¡Majestuosa mole! Aunque los amigos, como tus paredes listas para la batalla, decaigan, y las pasiones queridas, como tus señores, se vayan, enseñá esto a mi corazón: a nunca inclinar mi cabeza ante los vaivenes de la fortuna, y a desdeñar con tranquilidad los dardos envenenados de la infamia, y todavía, como vos, sin doblarme, a enfrentar el inconstante día.
Publicado originalmente en la edición de 1830 de la revista anual The Keepsake (1829)
¡Bella Italia! ¡Todavía ilumina tu sol, tan brillante!
¡Bella Italia! ¡Todavía ilumina tu sol, tan brillante como cuando sobre mí derramaba amor, esperanza y alegría! La parte mortal de quien murió demasiado pronto: junto a su humilde cama deseo descansar.
Escrito el 10 de setiembre de 1833, apareció por primera vez en el artículo «Newly Uncovered Letters and Poems by Mary Wollstonecraft Shelley», de Betty T. Bennett, publicado en 1997 en el número 46 del Keats-Shelley Journal
Canción
Cuando ya no esté, esta arpa que suena profunda, con los tonos de la pasión, colgará desafinada sobre mi túmulo sepulcral, con las cuerdas rasgadas. Entonces, mientras la brisa nocturna cubra su solitario marco en ruinas, buscará la música que de antaño vino a recibir sus murmullos.
Pero vanamente soplarán los vientos de la noche sobre todas las cuerdas; muda como la forma que duerme debajo descansará la rota lira. ¡Oh, memoria! Sé tu unción bendita, vertida entonces en torno a mi cama, como un bálsamo que ronda el corazón de la rosa, cuando su flor ya hace tiempo se ha ido.
Publicado originalmente en la edición de 1830 de la revista anual The Keepsake (1829)
Tributo a vos, querida, consuelo de mi vida
Para Jane [Williams], con el Último Hombre
Tributo a vos, querido consuelo de mi vida. No rechaces esta tu ofrenda de Mary; un cuento de dolor, abundante en penas, homenaje inapropiado, cercado de cipreses, llevo— es el eco, dulce
Escrito el 23 de enero de 1826, apareció por primera vez en Mary Shelley: A Biography, de Rosalie Glynn Grylls (Londres: Oxford University Press, 1938)
La Vida es sueño
La marea del Tiempo estaba a mis pies, fluía con calma, en parejo movimiento. Con el corazón alegre mis ojos podían saludar la llegada del reluciente océano, hasta que en su completud una tormenta fatal envolviera en sombras macabras la forma poderosa.
Entonces hacia atrás volvió el reflujo del Tiempo mientras yo con ansiosos pasos lo perseguía, y aunque la hora había perdido su mejor momento e incluso cuando se ensanchaba la leve playa, pasé bordeando la inconstante y fugaz rompiente.
Hacia atrás y más las aguas rodaron, más rápido todavía retrocedieron las olas, y enfriaron, ¡ay!, mis esperanzas, mientras yo, prestando atención a la promesa trunca, contemplo la desolada y desierta ribera, y deambulo triste por la arena estéril.
Escrito el 26 de julio de 1833, fue publicado por Jean de Palacio en 1969
La imagen que acompaña la entrada es una ilustración de las ruinas de las abadías de Yorkshire (1883) de William Lefroy.