En los años 80, un lingüista chino descubrió un grupo de ancianas en Hunan que usaban la caligrafía antigua, escrita y leída exclusivamente por mujeres, que «usa un sistema gramatical y de sintaxis invertido, muy distinto al chino». Se asemeja a los labrados de hueso de la dinastía Shang (siglo XVI a.C.) y a la escritura de la dinastía Chin (siglo III a.C.). Las mujeres locales creen que la escritura, que las madres enseñan a sus hijas en el hogar, fue inventada por una concubina de la dinastía Song para aliviar su soledad, pero el profesor Gong Zhibing piensa que la lengua, demasiado compleja para ser creación de una sola persona, es un vestigio de los sistemas de escritura perdidos cuando Qin Shi Huang, el Primer Emperador, unió China en el 221 a.C. Qin Shi Huang unió la escritura china al prohibir el uso de cualquier otra, salvo sus caracteres de los pequeños sellos oficiales. Los hombres aprendieron la nueva escritura oficial. Las mujeres, lejos de las escuelas, mantuvieron la antigua en privado. La mayoría de los textos son poesía, autobiografía, cartas y canciones. Las muchachas se unían en sororidades bajo juramento, «usando la escritura para documentar sus lazos y corresponderse mutuamente después de que hubieran crecido y se hubieran casado. Pocos escritos sobrevivieron, porque las mujeres pedían que todos sus textos fueran quemados cuando ellas morían para que pudieran leer sus obras favoritas en el más allá.» El profesor Gong conoció dos mujeres en sus 80 que todavía podían leer y escribir la lengua. Las únicas sobrevivientes de una sororidad de siete habían quemado sus copias de las escrituras de una tercera hermana cuando ella había muerto. Leí la información de más arriba en un recorte de The China Daily de Beijing y escribí las traducciones imaginarias que siguen en 1992. Desde entonces he visto un anuncio editorial de traducciones reales de esta escritura de mujeres.
Hija: estos son los caracteres prohibidos por el Emperador. Estas son las palabras de hueso, las hendiduras del lado de adentro de las conchas. Esta es la otra gramática.
∗
Hermana: documento nuestra unión y te correspondo dedo a dedo, ojo a ojo.
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Desenvolvé la vieja seda muy lentamente.
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Hija: escribí con leche, como yo hice. Acercala al fuego para que las palabras aparezcan.
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Hermana: mis mangas están todavía secas, pero vi una luna oscura este otoño muy lejos, río abajo.
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Mi Señor estaba enojado pero le dije que era mi lista de ropa para lavar. Se rió, entonces, «¡Garabatos de gallina!» y reí.
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Hija: aprendé la lengua del revés, invertida en el ojo de la tortuga. Usá los huesos para hacer sopa.
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Un ejército de hombres de pesada cerámica roja bajo la colina junto al río donde lavamos la ropa.
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Hermana: sus muslos son de jade y su palo un bambú fuerte, pero no hay nadie con quién hablar acá.
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No quemes todas tus canciones, madre, por mucho que las ames. ¿Cómo cantaré humo? Dejame la que habla del otoño.
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Hermana: esta forma es mía. Vivo dentro de estas palabras, como una tortuga en su caparazón, como la médula en el hueso.
∗
Hermanas: esta es una montaña más fría que la del tigre, y los huesos sólo dicen que nieva.
∗
Hermanas: guarden mis recamados, manden mi vida tras de mí. Mi autobiografía era la parte de adentro del caparazón de la tortuga, las pequeñas hendiduras en los huesos, un hilo de seda, una gota de leche. Una vida demasiado vasta para la pequeña escritura del Emperador.
∗
Quiebro cada palabra de tu carta y chupo su dulzura. ¡Cómo cantará en el fuego!
∗
Hermanas: ¡quémenme, quémenme, dejen que la nieve caiga en el río!
∗
Madre: entré en el colegio como un hombre pero expusieron mi cuerpo y escribieron sus pequeñas palabras en él hasta que se redujo a una sombra. Me puse la caparazón de la tortuga y me arrastré al fuego. En el oráculo agrietado podés leer que el Imperio caerá.
∗
Nuestros caracteres han estado prohidos desde siempre. ¿Desplegarán las últimas hijas la seda guardada en secreto a través de todas las dinastías, o convertirán nuestras palabras en fuego?
∗
Hermana: estoy sola. Escribime.
Publicado originalmente en Going out with Peacocks (1994)
La imagen que acompaña el poema es una fotografía de las marcas adivinatorias en un hueso, de la dinastía Shang (c. 1600 to 1050 BC), publicada por la British Library.
Dios era esa cosa de silencio. La voz sin movimiento que abría la noche cada noche pavorosa ardiendo como un metal hasta las 3 de la mañana. Era esa cosa de oscuridad que aceptamos como nuestra, que apretamos temblando de piedad.
2
Cuando sonaba era la luz tímida que inicia el incendio. Cuando abríamos la boca era la medida de incienso que nos quemaba el contorno de la O. Cuando teníamos ganas era el cansancio, tener el libro esperándonos en casa.
3
Dios era la espera era el tedio y el dinero que se carga en cuentas y no vemos porque es números titilantes en la pantalla azul. Era las letras que empiezan a decir, era el remolino atroz de hojas cuando murmura, hace chispas. Era la mirada sobre la cosa y era la forma en que la cosa va armándose sola.
4
Era la casa la ventana el aparador con frágiles copas el cajón de los cubiertos las sábanas en la cuerda el lustramuebles la mesita el cepillo la pata de la cama era el ovillo de medias y papeles el vapor de la tetera el calor, de mañana.
5
Sabíamos decir ese nombre porque nos lo habían repetido. También estaba el miedo de pronunciar todas las vocales pero al revés y estaba el miedo de que un día se mostrara entero y fuera una parte.
La casa
Era una casa vieja de jardines amplios y un garage, sobre la lomadita agapantos. Una casa de veraneo sobre la calle de la mercería, que se llamaba Vanitas Vanitatum y tenía las persianas siempre bajas. Era la edad en que crece el sapo en la garganta y podemos decir por fin el apellido entero. Era la hora de la siesta: bajaban las bicicletas y saltaba el barro a los costados—había llovido y derrapaban las tardes. La casa abría humedades para jugar con los pies, esconderse en el baño en ruinas y ver: era la edad en que las cosas se van poniendo duras.
Era una casa vieja pero en esa noche había quedado todo encendido en la marcha del regreso del campo que sonaba su discreta música de sueño con la boca abierta murmurando oraciones antes de que la callara el viento o la lluvia de la tarde, blanca de cenizas.
Nodiós
a Mateo Vidal
Soy mi dolor, el brazo acalambrado, la migraña soy el esplendor de mi mano cuando recorre una espalda, la corrupción secreta de la bacteria. Soy la llama que se enciende sola, el chisporroteo en el confesionario, la paciencia de lo que queda, soy el recuerdo (algún instante de un día lejano, los pies ansiosos, el pliegue suave de una página). Soy la vacuna y el virus. Soy ese que mira y ve todo por la ventana opaca, que desgrana pasos sobre su infinita complacencia.
El diseño sigue así, reconociendo patrones: se llena de esta experiencia, de la memoria cruda y la pone a recorrer un camino de líneas o puntos o arabescos como humo o agua o piedras sobre la cabeza y dispara:
Está parado, mirando, como en sueños la noche que espera al día, el síntoma de su vergüenza. Alguien comió la culpa y la puso en sus manos para adorarla. Alguien le dijo que esa cosa blancuzca era plata líquida. Alguien le dijo que podría tener cosas cuando la pusiera en la ranura. Que podría oler esos papeles y sentir algo parecido a la náusea conmovedora de la oración. Que si él daba esos papeles le podían ofrecer una rodaja de algo. Una vieja perfección con nombres y caras amontonadas, rectangulares, coloridas.
Deja el monitor hablar, lo escucha: es la Madre y dice cosas importantes, de antiguos soldados muertos, de ciudades en llamas, de lagos de sangre. Ese ojo que se hacía a sí mismo entre los cristales se diluye ahora en tiempos sin hombre que se estiran, que reemplazan Ese-Mi-Nombre y ponen la palabra:
Nadie lo ve, grumo de mujer o planta o la misma barra que separa casos, que pule detalles, que secciona el archivo. No le dijeron cómo era que se llamaba eso y él creció señalándoselo, abstrayendo el resto, siguiendo el cursor para ver la imagen tras el escritorio del Padre, tras la ventana que no era otra cosa que espejo. Que el sonido que hacen cuando caen era un pitido, nada más, que se percibía como números golpeándose contra la baldosa fría. Era el día en que todo entra en cuarentena y se muestra tal cual es: un cable enredado.
Pero el niño podía ser dios o podía ser bestia porque tenía el pelo atado a la pata huidiza del caballo, del bicho que todo lo Puede, porque todo lo Infecta.
*
Todavía es posible verlo en su ardor virginal, en la discreta habitación de Lo inefable: lenguas azules de fuego plástico que mueven la primitiva rueda que no se detiene.
Estos poemas aparecieron por primera vez, con algunas variaciones, en el quinto número de la revista online Insilio. La imagen que los acompaña es un fotograma de A.K. de Chris Marker.
Si algo no está permitido, entonces el suicidio no está permitido Ludwig Wittgenstein, Diario filosófico (1914-1916)
1
Está la explicación y esta la sombra delineada en el fondo del aljibe o de la noche que puso todo en su sitio o de ese relojito atascado en un minuto de tu pubertad. Claro, decías, el que raja el tiro espera que suene suave que no despierte al gato o no, o que despierte a todos. Que abra un poco la carne ya abierta, expurgada, enferma, que se siembre y se colecte y se levante vuelto engañifa, vuelto mineral o cobre y cobre ese último grito ahogado por la arcada que antecede a Venus.
2
Pero teníamos que dar la vuelta al fragmento, torcer el cuello lleno de aire limpiar los marcos de las puertas porque así nos habían enseñado los péndulos de soles colgando en las vigas altas, los pájaros del Perdido alertando que es la muerte.
3
Porque había una manera certera de abrir la venita pero quién te enseña a acabarte ahí con el mundo masticando la grasa.
4
Caíamos abiertos como frutas para que nos dieran espéculo y sangre en las partes blandas, para que esta pulpa escamada se volviera agua de azahar o un gesto de mano que simplemente pusiera fin a la cosa.
5
Cada día había un nuevo suspiro tapado por los besos lánguidos del resto de ese polvo blancuzco (casi amarillo) que se pudo meter bajo las uñas y por la cola arañar el contorno de los ojos delineados por bocas de botella y las vueltas en el lápiz afiladísimo de tu insomnio.
6
Pusiste la jarra sobre la mesa limpia como casas o estaciones y se veían los destellos de la luz, a los viajeros descendiendo y a las mujeres en las ventanitas del agua con las manos enharinadas, listas para saltar.
7
Puse de a uno los números en el sombrero. “Son nombres”, te dije y mirabas absorto cómo crecía algo ahí abajo y se ponía rígido, te levantaba el pantalón y te ensuciaba el contorno blando de los muslos. Yo estaba pronta, pero me di media vuelta para dejar que el sombrero siguiera hablando, tapándonos los oídos con esas chanchadas que nos ponen así de duros 643 18,55 1/14 100.000 2.
Después boqueaste, pero ya sabías que en la calle se encendían.
8
Sube el efluvio de un cuerpo puesto patas arriba, esperando los instantes, determinado a esa palanca sucia. A morirse de olor inflamado, a delimitarse una línea que siga como un arado la carne, la atraviese, la infle de gas y la mueva.
9
No supiste que la restricción era libertad. Era guardarse para después lo que puedes hacer nunca. Era la satisfacción de estar picoteando el cadáver, neutralizando el paso de las piernas en el desfile de moneditas.
10
No contaste que contar era abstraer y era poner como en un piolín todas las camas para secarlas y definir la necesidad que sólo puede decirse de ojos apretados.
11
Cuidate, loco, era así de fácil. Cruzar el arroyo once veces por día, secarse al sol, leer la novelita, odiar los mosquitos y la miasma, despertarse con los dedos en garra, y hacer sombras expresionistas hasta que reviente.
12
O era meterse de cuerpo entero ahí ver todo verde otra vez saborear la miel que pudimos repartirnos dejar todo desligarse así, la ropa, el pelo, los brazos y que la tos lo termine.
*
Hay días en que la amada deja ver su cadáver tras la risa. Que uno puede adivinar el cuerpo adorado despedazado por el tiempo. Uno se despierta y ve. Un destello de oro sucio, como un amanecer con sed y los ojos vacíos, rodeados de niebla; descubrir esos ojos y verlos, detenerse en ellos para descubrir una maldad esencial de agua y de barro. Empezar a dibujar con gesto suficiente, con mano firme pero convulsa, seguir la mancha por el misterio, resolver el misterio a medida en que se presenta, se deja ver por el límite inferior, el horizonte resplandeciente de otro tiempo. El fin de un momento en una mirada secreta, el inmenso líquido de una vista en el río, flotando en el río hacia un mar aplastado de letras. Recorrer el instante ese, perseguir la línea que se detiene cuando se acerca a la perfección, en el color que se destaca a sí mismo como una raya, que llama sobre sí mismo esa atención a eternizarse, a recordar antes de todo, antes de que todo se doble sobre mí y me parta. Sentir en la boca el cruce dulcísimo de la gelatina y los merenguitos. Aplastar con la lengua contra el paladar su azucarada liviandad blanca. Ver más allá el gomero, el alcanfor, el espinillo seco del que cuelga el fierro. Ahorcado que pende de la rama, sin martillo que lo temple ni lo vuelva gong para los alaridos de los perros, tras el ocaso y las escapadas, tras el médano solitario, donoso de pasionarias maduras que arden la boca, de flores como espinas, como altares, como coronas frías y distantes, como dioses que engullen el tiempo lento de sus hijos. Como ese gigante perlado de memorias sobre el mundo, sentado en el mundo, habitando y devorando el mundo desde su cueva pecuniaria, desde el lugar secreto del tesoro, rodeado de murciélagos y alacranes, combatiendo por un trozo de carne, de su hambre tersa, inmaculada. Entrar y ver ocho caras atentas, esperando el sacrificio de un perro negro. Leer lentamente, pausada, apasionada ese ensayo sobre la corrupción del cuerpo, sobre el mar como cementerio, sobre el poder obcecado del destino del capital, víctima, yate inmaculado sobre las olas, desafiando la putrefacción, de una vanidad horripilante, de un cuerpo hermoso y resplandeciente sobre la borda, tomando sol, tomando margaritas, tomando recaudo, tomando hembras delicadas sobre la cubierta, hembras heridas de cortes livianos de tijeras de plata, hembras como ciervos. Manejar, darse a la ruta, quemar las llantas en un crepitar de sueños, aplastar el cráneo de un zorrillo muerto, pegotear la sangre por la continuidad hasta el arroyo, cruzar el arroyo, reventar la llanta y seguir. Llamar auxilio, ver los árboles como fantasmas, como remolinos oscuros, como cabezas de goyas, estiradas, pesadillescas, preñadas de sueños y de pensamientos, turbias como basurales o como el final exceso de las lavadoras. Abrir la puerta al sentido de un segundo. Partir en gritos, desplegarse entero en una llama que encienda el palo santo, que arda hasta el poniente sobre el adoquinado distante, sobre el griterío de los cascos de los caballos y las puteadas de los borrachos en plena luz, darle al recuerdo ese frío duro, darle castañas y regalitos de mirra, regalitos atados en moñas elegantes, que derramen su lujo entre el vino dorado, la mano segura de la duquesa de ensueños, del invierno cuajado de horas. Detenerse ahí un instante, en ese momento que eran siglos para el hombre, que era la violencia del calor de afuera, del viento helado del cuerpo, de la blandura inmediata del cuerpo en la lejanía de un corredor que va hacia dentro. Oler el aire, quebrar la antena incorporada al todo de un arrebato ciego, de ir dejando moneditas, de oír las historias, de contar las historias ahuecando la voz, con las pausas de mi abuela, con esa entonación que viene de Escocia o de Austria o de los Altos de la Cuchilla. Y de poner así como en fila la cabeza boba en el horno angustiante, las piedras en los bolsillos, el veneno que se escurre o el vaso de Lucrecia, el tirito ante los cuervos todos en bandada, el Tigre y el licor, la cuerda o la bufanda, las piernas colgantes, el brazo casado de huecos, las sienes vaciadas, las manos duras por el cuchillo, la escopeta, el pasmo, las pastillas cayendo como rubíes, el teléfono sonando, el agua y la sangre y la leche y la droga. El súbito encuentro con el tranvía, con el tren, con el coche, el pañuelo, el cinturón, la navaja, el consuelo de la almohada, de la bañera, de las fragancias prohibidas del auto moderando, del encierro, de la clausura de la voz, de beberse la copa entera, de ponerse encima, de encenderse y dejarlo, de ser fuego, de ser mancha en la acera. De ser mariposa encerrada entre tapas de cuero, dejarse ver, seca y eterna, de colores intactos. Ser hojas entre hojas y palabras, ser promesa o memoria. De ese modo desfilar intacto un momento en calles que no saben cosas, que persiguen el recuerdo inapresable del milico abierto en dos, de la callejera desabrigada, de la parturienta en prisas, del papelito discreto que se da sin ver. De alejarse, de irse en olores de fritangas y empanadas, de humo y lluvia sobre el asfalto. De ponerse en la boca el cigarrillo, inspirar, inspirar esa partitura indolente que se deje ver, que se muestre en el paso discreto de la motocicleta sobre el charco, el grito en el semáforo, los brazos en jarras, la rosa en su nido, la serpiente contra el pecho, el pincel buscando tintas y clamores, la vida imitando su desnudez azul, todo pendiendo por fin en las cuchilladas y en las puertas. Todo pronto para abrir: para escribir. Pretender ver un ángel, ver el cadáver de un ángel, sus plumas sobre la almohada, descansando, en pose de espera o de rendir tributo a la estatua, la fría nieve en la espalda, el cielo mojado, arriba, la voz secreta, titánica de los blandengues muertos, asomados a un foso, del foso hablando para no decir las cosas ciertas, llenándolo todo del líquido de nuestro entendimiento. Ah, y los niños. Seguir el impulso de esos niños, de esos niños de manos vacías, ansiosos de cachetes colorados. Seguir esa negación, perseguir el cero sobre todas las palabras, buscarlo en un minuto que detenga ahí.
La imagen que acompaña estos poemas es una reproducción de Sunrise with Sea Monsters de J. M. W. Turner.
Al otro lado del mundo te esperaba el espectro de tu inteligencia sacudiendo el polvo a esa bufanda, abriendo cajones, tomándola contra el cielo.
Vos oías hablar al módem su discurso de lucecitas.
2
Quedó partida en dos la víbora cuando cerraste la puerta y había eco
3
El león rugiente se estira para ver las patas moverse, es todo de bronce y camina haciendo cloc-cloc graciosamente.
Abre la boca e inunda el suelo de pétalos y monedas.
Viruta de un lápiz, marcas de tu celular.
4
El humo es todo lo que decimos cuando queda el tiempo entre nosotros, un año o unas horas de tu cuerpo ahí encerrado, el frío pasando por las baldosas hasta acá y yo estirándome para alcanzarte, pasarte la mano por el pelo y vos revisando mi bolsa en la redacción el otro lunes: un libro, un tupper, mi cuaderno, papeles sueltos, algunas lapiceras y poca cosa más, ¿qué más puede haber en una bolsa así, que llevo a trabajar y de ahí a casa?
Y la luz enfermiza de la pantalla cuando te reís pero los dos sabemos.
5
La calle surcada de cables por los que la voz no se escucha, suena como golpecitos, las patas de un insecto enfermo en la ventana, la piel erizada, la lengua de esa víbora partida en dos, el calor que dobla el metal del tiempo, que en un delicado rulo parece negarse.
6
¿Qué quedó de eso, de esa altura o de tu cuerpo siempre con frío, ¼ esclavo, de ese minuto en que perseguiste una palabra y la mantuviste limpia para que la viéramos?
7
Cerraste la libretita como cerrando un mapa. Al Norte habías trazado una equis, el rayo sobre Saturno en el Este, un recuerdo, que dibujaste en la cara de una mujer sobre la orilla Sur, que se abre en dos, esa noche de agua estancada, el Oeste de una estrella negra.
Acaso miraras al gato Balthus por última vez, pensaras en ese ciruelo, en las latas puestas en fila (sin arvejas que matar).
8
Para estos pies ya entró el frío, el color denso del pixel borrándose a cada momento, los 32 bits del cursor persecutor en el instante más profundo de la Red, donde esperan las manos para felicitar, los ojos para adorar y decir Acá.
9
No supe esto hasta ahora, que le di mis manos al lagarto para que jugara, para que se distrajera de la ruina que dejaste en tu cuarto; que no viera la cama deshecha, los libros en el suelo y esa sombra oscura en la ventana.
No supe que había silencios así, como de opereta, silencios lo-fi, que se rompen en seguida (y esto te gustaría, esa ocurrencia).
10
Pero el dibujo se movió apenas de esa quietud que lo condena del guion, ese cuadradito congelado en tu grabador siempre en REC.
La memoria del mundo cedió porque abriste una grieta para pasar y quedamos todos intentando recordar cómo nos llamábamos mientras estuviste.
Publicados originalmente en otro blog, estos diez poemas fueron replicados luego por la web El Montevideano. La imagen que los acompaña es una viñeta de Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons.
Porque amamos las áridas colinas y los árboles retorcidos y fuimos los últimos en elegir la tierra de asentamiento, sentimos tedio del escritorio o de la espada, por vivir tantos años acompañados por un perro[1], nuestras voces perduran; y, aunque limitados por el sueño, algunos pocos despiertan a medias y a medias renuevan su decisión de exclamar[2], de proclamar su nombre secreto– “Voz de Sabueso.”
Las mujeres que he elegido hablaban dulce y bajo y sin embargo exclamaban. Eran todas “Voces de Sabueso”. Nos elegimos desde lejos y sabiendo qué hora del terror viene a juzgar el alma, y en nombre de ese terror obedecimos la llamada, y comprendimos lo que nadie ha comprendido, esas imágenes que despiertan en la sangre. Un día nos despertaremos antes del amanecer y encontraremos nuestros antiguos perros ante la puerta, y bien despiertos sabremos que la cacería ha comenzado; tropezando con el rastro oscuro de sangre una vez más, y luego a la matanza cerca de la costa; y luego a limpiar y vendar las heridas y cantar la victoria rodeados por los sabuesos.
Publicado el 10 de diciembre de 1938 en The Nation
«No habrá nada en el fin», de Robert Bringhurst
No habrá nada en el fin y eso es todo lo que alguna vez hubo y habrá.
Pero lo-que-es es a veces tan resonante y claro como nada podrá ya ser.
El filósofo de la música le dice al músico de las ideas que lo que ha sido
no puede no haber sido. Lo-que-es será lo que ha sido pronto, y entonces
su haber sido cantará su canción silenciosa siempre y cuando nadie esté oyendo.
Incluido en Everywhere Being is Dancing (2009)
«Porque amamos las áridas colinas y los árboles retorcidos«, de Margaret Atwood
Porque amamos las áridas colinas y los árboles retorcidos nos dirigimos al norte cuando podemos más allá de la taiga, la tundra, la costa rocosa, el hielo.
¿De dónde viene este olor escaso, nuestro? ¿Por cuánto tiempo vagamos en este páramo[3], aprendiendo de memoria todo lo que solíamos saber: poner el pelo de las pieles del lado de adentro, aliarnos a los lobos, comer grasa, odiar el derroche, esculpir el espíritu, respetar la nieve hacer y preservar el fuego?
Todo lo que una vez tuvo un alma incluso esta almeja, este guijarro. Cada uno tenía un nombre secreto. Todo oía. Todo era real, pero no siempre amable. Debías cuidarte. Anhelamos volver ahí, o nos gustaría sentir, al menos, cuando no hace demasiado frío. Anhelamos prestar esa atención. Pero hemos perdido la astucia; y además la música es otra. Todo lo que oímos en el canto del viento en el llano es el viento.
Publicado el 9 de setiembre de 2015 en The Irish Times
Notas
[1] He decidido traducir “hound” alternativamente como “perro” y “sabueso”. En español «sabueso» es muy específico, pero «perro», tan general, no remite a «perro de caza». [2] Yeats usa la construcción “give tongue”, de muy difícil traducción. Puede ser interpretada como decir en voz alta pero también hablar fuerte e, incluso, violentamente. Otro uso, con el que sin duda juega el autor, es referido a la caza; se dice que los sabuesos “give tongue” cuando ladran al perseguir a la presa. [3] Traduzco así el neologismo de Atwood “hardscape”, que une “hard” (duro, difícil) con “scape”, que suena similar a «escape» (huida) y a la vez lo hace coincidir fonéticamente con “landscape” (paisaje).
La imagen que acompaña la entrada es una fotografía de Fergus Bourke.
Es difícil. Piso mi exoesqueleto, doy una vuelta, me duermo sobre su fosilizada fosforescencia. El bunker huele mal, a ese muerto yo, corteza que se desprende, un trozo de algo dejado ahí, un trapo sucio ahí. Y dónde está la tira de huevecillos que cuidé de los lagartos y ahora te has devorado “desayuno frugal”, dijiste. Y yo me mordía las antenas, perdía todo.
2
Hay una niebla que no dice fechas, enumera los días y no los revela sin nombres los pone en el cordel de su indeterminación. El espanto recorre como un viento el campo sin frutas de Venus, arde el azufre y recupera los nombres tersos terrestres humanos. Llueve una vez más en el otro hemisferio cae el pasacalles antiguo: Willkommen.
3 Perdí la boca esa que acababa de ver. No sé si viven esas bocas sin cuerpo en la laguna de metano. No sé si ahí podemos sentir el tacto de esas bocas, no sé si están. Las veo a veces, esas bocas parecen comunicarse. Bocas o peces de imposible anatomía.
Extraño ver el cielo.
4 La figurita se hunde, es toda hielo y electricidad. Orilla sin torno, fin determinado por la vuelta sobre el mismo pálido eje, saca la foto el aparatito y deja en nosotros el gusto amargo de un tiempo, de una forma. Nada significa el canto allá en vacío.
5 Sobre la osamenta del mastodonte se ha posado un milenio. La extinta mariposa y el hombre, cosas viejas, no responden con la boca, pero hablando aún son polvo y sonríen.
6 Los siete ojos cerrados para siempre de él que fue todo para nosotros. Que nos paseaba en la cabina trasera del transbordador, con la capota abierta a las estrellas frías. Que nos juntaba trocitos de supernova trocitos de volcanes y de rayos. Que nos dejó sostener, entonces, el caliente polvo del cometa, su radiante cola que lo inflamó y le dio la muerte, tres meses después, mientras comía hojas. Yo ya no supe cómo encender la máquina.
7 La vi morir. Era de día. Partía por fin la plateada gota que sube y en mi mano una florcita azul decía el secreto de su evidencia. No sabíamos en el estruendo el viaje con los talones dados vuelta al principio de las cosas.
8 Fuera de la historia todo es fuera. Lo que vino antes en los milenios y lo otro: masa negra. Pica el pterodáctilo el huevo fúnebre yema y viento, nada perdona. Todo detenido, miro mis manos, esperan el meteorito, la noche de la modorra final, del desligamiento en el limo, el cuerpo en proceso de petrolización bajo la tierra respira. Fuera de la historia las letras no dicen nada escupen cosas en el pleistoceno, en un vacío acuoso en la gran mortandad que nos espera y que no sabremos descifrar.
9 Pausa corto el canto un momento. El pájaro en su rama que no está –estuvo– ahora se detiene. La boca abierta y la lengua ahí, detenida en mitad del grito. Pausa corto el canto, la voz, al silencio. Se sostiene y lo siento: eso que vuelve es un pájaro vivo. Ahora canta en su rama acá afuera, es de noche. Pasa la lluvia, Play vuelve el canto, retoma a la vida en su rama allá el pájaro de invención.
10 Que estaba ahí tras las capas geológicas el dentado aparato esperando las generaciones de hombres y criaturas. La mano gris helada que viera su inmaculada terminación en metales de otra galaxia. Y el parpadear cada vez más tenue hasta el apagón.
Estos poemas fueron leídos en público el 21 de mayo de 2016 en un evento organizado por Ronda de Mujeresen la Plaza Zabala. La selección, a la que sumé traducciones mías de poemas de Louise Glück, Margaret Atwood y Dante Gabriel Rossetti, se llamó, precisamente «Destrucción del jardín». La imagen que los acompaña ahora es una fotografía tomada por la sonda Cassini de Ligiea Mare, uno de los lagos más grandes de Titán, conformado por metano y etano líquido.