avec les memes mots faire venir d’autres outils encore inanimés
Silvia Baron Supervielle
Cómo decirlo, despertarse temprano (es la pastillita blanca) y sentirlo ahí, palpitando dentro, alimentándose. Lo llamaron el pecado y era un bicho esquivo, con una caparazón brillante, las patas arañando los órganos, abriéndose paso por la carne temblorosa, negra, mordida. ¿Qué, susurraba en la oscuridad (había cosas jamás oídas, viscosidades que se movían como babosas negras, una especie delicada de la espera), me pasa? ¿Qué es la boca que se abre, todo un estómago en el centro de la habitación, cubierto de una capa fina de polvo, como la estela de un paso en la arena? ¿Qué es la boca que insiste en abrirse al desierto, el temblor de una cosa no dicha, que se guarda sin hervir en las entrañas, espera el momento y salta, para atarme, para poder así atarme, para envolverme, araña cruel, las manos, los huesos, llevarme, que todo se cubra de cenizas?
Nadie responde.
Más allá: la certeza reptil en las tripas, golpeándolo todo sin ver, ciego de hambre, brusco, ambiguo, apretado. Qué sabe el animal cuando la piel cede y deja todo nervios atentos al sonido, abierta carne a la inclemencia del día, qué plegarias se pueden escuchar atravesando las paredes.
Nadie responde.
Tenía dos cosas: la cama para siempre y ella, la idea fija, el óxido en la noche, como una piedra brillando, abierta a mi serenidad, hurgándome los dedos, sentada ahí, junto al vaso de agua, a mi lado, que estoy intentando respirar. La tenaz, la espesa vía, la madrugada. Es la palabra amigo la que se deja así, la que se entrega aunque quede todo expuesto, dado como una herida, parado de esta manera, antes del cielo, gris, casi cercano.
Es la necesidad de ver personas en los gestos: una campera negra, con cierre metálico y un botón en el cuello, la remera que dice Punk Is Dead, el pantalón, también oscuro, los Adidas azules, las tres líneas rojas -todo eso en una silla: en el respaldo o doblada la ropa sobre el asiento, o colgando de los posa brazos, frente al escritorio: todo eso sobre una silla sos vos.
El poema forma parte de una sección del libro inédito Cuaderno de verano (2017-2018). Acompaña la entrada una ilustración de Mihoko Takata.
El perro del recuerdo daba la vuelta fantasmal en mi regazo, como una sombra encadenada a mi pecho, casa de otros. Era una voz delicada, el lamento que no vimos pasar volando como una paloma hasta el próximo bicho desparramado adoquín de vísceras abierto como una mano que tapa el sol.
Suena ahí, cerca, el estallido y caen, de tordos y hojas, las pelusas del plátano en lluvia de oro sobre el vocerío y las huellas en el barro de otra lluvia. Y todo parece hacerse frente a mí, como el instante abriéndose en el rosado del cielo rompiendo la franja más oscura en la que habitan los barcos, monstruos marinos disparados, por la lenta gravedad, al otro lado, orilla impávida.
Yo quería poner todo en un espacio limitado el pozo este frente a mí, cubierto de palos y coquitos de eucaliptus y de pasto. ¿Cómo se abren así en la tierra seca, esperan qué? Bocas, puertas a dónde, cómo se abren así en la tierra fresca y guardan plumas y boletos, marcas del trasiego misterioso de los números que se cargan y descargan en el cubito que expende cosas, marca de un tiempo y el espacio recorrido por esa voz desde que suspira por un sitio y deja caer gracias, como monedas.
Y era un fuego absurdo, la velocidad del metal. Las ganas en el pecho el desembarco de algo maravilloso, nocturno, mojado como una hoja rocío y cielo, todo para nosotros.
Podía verte recortada, la espalda tomada del sol, el espejo del día, deslumbrante como una pantalla, crispado de latidos y decirte cosas pero de forma sencilla, que esas rocas que arman círculos esperen mis suelas ansiosas, el atardecer en voces que vienen de otra parte.
Todavía quería decir el sol es el mismo aquí y en Parque Rodó aunque en la noche, cuando se enciende un contorno del avión y refleja velocidad y ruido vi todo eso y no era cierto.
Entonces no era para escribir cosas nuevas ni para abrirse como una caja de postres o una botella la media baguette mordida desde ayer.
¿Era para dejar una piedra sobre la tierra que no pisaron los pies hacia delante, que no tocaron sus manos frías? Poder nombrarte completa, contenida en esas letras sobre el agua, un grito lejano perforando el amanecer, y ahí sí ser lo mismo.
Montevideo—Saint-Denis, septiembre de 2018
El poema forma parte de una sección del libro inédito Cuaderno de verano (2017-2018). Acompaña la entrada un fotograma de Agatha et les lectures illimitées, de Marguerite Duras (1981).
Incluso ahora este paisaje se está ensamblando. Las colinas se oscurecen. Los bueyes duermen en su yugo azul, los campos ya pelados a cero, las gavillas atadas y apiladas al costado del camino, entre cincoenramas, mientras sale la dentada luna:
Esta es la esterilidad de la cosecha o la peste. Y la esposa se inclina sobre la ventana con su mano extendida, como pagando, y las semillas claras, doradas, llaman Vení Vení, pequeña
Y el alma sale del árbol a hurtadillas.
De The House on Marshland (1975)
«Una de esas», de Anne Sexton
Salí al mundo, bruja poseída hechizando el aire negro, más valiente en la noche; soñando el mal, di vueltas sin rumbo sobre las casas bajas, de luz en luz: una cosa solitaria, con doce dedos, fuera de quicio. Una mujer así no es realmente una mujer. Yo fui una de esas.
Encontré las cálidas cuevas en el bosque, las llené de cacerolas, tallas, estantes, roperos, sedas, bienes innumerables; le preparé la comida a los gusanos y a los elfos; quejándome, volviendo a arreglar lo desalineado. Una mujer así es incomprendida. Yo fui una de esas.
Anduve en tu carreta, conductor, saludé con mis brazos desnudos a los pueblos al pasar y aprendí las últimas rutas brillantes, superviviente de tus llamas, que aún muerden mi muslo y de mis costillas que se quiebran bajo el torno de tus ruedas. Una mujer así no teme morir. Yo fui una de esas.
De To Bedlam and Part Way Back (1960)
“Películas de hombres lobo”, de Margaret Atwood
Hombres que se imaginan cubiertos de pelo y con colmillos saliéndoles de la boca, ¿por qué lo hacen? Merodeando entre mojados troncos de árboles lunáticos, en cuatro patas, olfateando el suelo cubierto de hojas húmedas, o abriéndose paso entre las zarzas, los brazos colgantes como piyamas demasiado grandes, cubiertos de pelo, las narices y los labios vueltos a meter en sus caras, nada queda de sus amables sonrisas, solo ojos amarillos y un hocico. Esto les da placer, piensan que serían más animales. Podrían entonces gruñir libres y atacar mujeres con las compras, abriendo sus puertas con las llaves. La libertad sería tobillos desnudos, el estruendo al hacer jirones goma, tela, lo que sea. Volver a lo básico. Pelen, les dicen a las strippers, y quieren decir: sáquense la piel. Un trago de carne comida de perro, orejas en el bowl. Pero ningún animal hace eso: encontrar pareja y matarla, o matarla antes: romper su huevo, su futuro. Ningún animal se come la garganta de su compañera, excepto las arañas y algunos insectos, cuando es el proteico macho el engullido. ¿Por qué tienen ese sueño, entonces? ¿Coquetería para hombres, la última alternativa a ser abogados? O una rebelión contra la muda resistencia de los objetos: reproche de la funda de almohada repleta de almohada, del cubre- tetera hinchado por su vasija caliente, no suave como parece sino duro como se siente, redondas barrigas de cuerdas guardadas en el cajón de arriba, que los exasperan. Qué alegría acabar con la tiranía del pomo de la puerta, hundir tus dientes en el acolchado inerte y desafiante, con sábanas queensize de motivos florales a juego, y escucharla gritar. Rendirse.
De Selected Poems II: 1976–1986 (1987)
«Actualización sobre los hombres lobo», de Margaret Atwood
En los viejos tiempos, todos los hombres lobo eran machos. Se abrían desde sus bluejeans y desde sus propias pieles partidas, se exhibían en parques, aullaban a la luna. Esas cosas que hacen los chicos de las fraternidades.
Fueron demasiado lejos con el tirón de pelo— les gruñeron a las rosadas y huidizas hembras, que gritaron Wee wee wee hasta llegar al hueso. Mierda, si sólo era un poco de flirteo y sentido del humor canino: ¡Miren a Jane correr!
Pero ahora es diferente: no se limita a un género. Es una amenaza global.
Mujeres de piernas largas hacen sprint por los barrancos con calentadores peludos, una manada de modelos pervertidas en atuendos sado-franceses de Vogue y memorias de corto plazo aerografeadas, que tienden al alboroto sin condenas.
¡Miren sus garras delineadas de rojo! ¡Miren sus ojos que rechinan! ¡Miren la gasa iluminada por detrás de los halos subversivos de su luna llena! Toda peluda, esta bella dama, y no es un sweater.
¡Oh, libertad, libertad y poder! cantan mientras cruzan los puentes a zancadas, vagabundas a su aire, cortando gargantas en senderos, enfureciendo a los bolsistas.
Mañana volverán vestidas de negro, con su puesto de gerencia intermedio y sus Jimmy Choo, con horarios de los que no pueden hacerse cargo y sangre de primeras citas en las escaleras. Harán algunas llamadas: Chau. No sos vos, yo yo. No puedo decir por qué. Soñarán que les salgan colas en reuniones de ventas, justo durante los audiovisuales. Tendrán resacas adictivas y las uñas arruinadas.
Publicado en la edición de octubre de 2018 de la revista Freeman’s
Acompaña la entrada un detalle del dibujo «Wuthering Heights Today» (1956), de Sylvia Plath.
La ventana escucha el murmullo de sus voces ronroneo de autos y gritos plenos, metálicos; todo sabe, si todo está atento al aleteo de los pájaros sobre la pizarra del cielo las gotas temblorosas.
Había que verlo pasar con su propia cabeza en las manos, hasta abrir una fuente. Había que sentir el llamado, la tela suave deslizarse como una serpiente esa música extraña que lentamente comunica, el torpe repiquetear de mi propia voz balbuceando en lenguas, de acá a allá, lejos de mi madre, lejos de los libros que dejé en casa, lejos del suspiro que sube como un espasmo desde el río y todavía dice cosas, voces no calladas por la muerte que devuelven nuestras inmundicias a la costa cada febrero.
Y todavía hay algo nocturno y frío, una nueva especie de soledad que respira. El descubrimiento bajo el manto celoso del mundo, de la boca cubierta de mordidas, sangrando sobre cemento y tierra, cuando la hora se abandona.
Esa voz llega hasta mí como un secreto el imperturbable misterio de otro siglo, el crepitar nocturno del fuego, el papel y la pluma, el golpe sobre la piel tendida. Es un sonido a la vez reconocible y nuevo, prendido a otros ritmos lentos, ecos rugosos de rinoceronte, el suave restallar de la frambuesa en la boca, el sol abriéndose paso por entre el agua, campo de concreto y metal, hasta nuestras caras entregadas a su brasa.
Hay niños abajo, doblando la esquina, persiguiéndose, con remeras de fútbol o hermosas camisas multicolores, se sueltan de sus padres, la mano arrojada como un hueso, la suave luz que transparentan las uñas, el brillo de la piel tersa, los ojos con lunas, el reflejo espléndido de los artefactos —luz y ruido.
Entonces se abre como una palma el campanario y llama a algo y no respondemos. Hay sol y la mañana se expande y multiplica, en el silencio o la música, en el rasguño de las motocicletas en el bulevar.
Y nada espero, sólo al día que se exprese.
El poema forma parte de una sección del libro inédito Cuaderno de verano (2017-2018). La imagen que acompaña la entrada es la decapitación de Saint Denis en la fachada de la basílica.
Tú, siempre rodeado de animales invisibles: aquí está el perro que te ha visto en otros climas y te lame la mano como en Sudamérica: “Te equivocás, buen perro, esos tiempos han pasado, y es en vano querer vivir todavía”.
Los que siguen
La cabra sigue al caballo y el perro lobo sigue a la cabra. El poeta en su sombra lleva cabra, can, caballo y dos o tres animales que no tienen nombre todavía y esperan, para tomar forma, que sople un viento favorable.
Los peces
Memoria de los peces en los arroyos profundos, qué puedo hacer yo aquí de sus lentos recuerdos, no sé de ustedes más que un poco de espuma y de sombra y que un día, como yo, tendrán que morir.
Entonces ¿a qué vienen a interrogar mis sueños como si yo pudiera ayudarlos? Vayan al mar, déjenme sobre mi tierra seca, no estamos hechos para mezclar nuestros días.
La antílope
La antílope tiene la cabeza tan fina en el día luminoso que se demora que lleva cielo en sus cuernos y de lejos las fieras la miran. El león, el primero, se asusta, desaparece en el vellón de los bosques, la antílope está bien protegida por la porción de maravilla en su cabeza, avanza y más de uno la quiere ver: los pájaros de la noche, avergonzados de día, huyen de pronto hacia sus densas tinieblas; la serpiente que muerde a los niños se amarga por no ser más que una serpiente; la antílope avanza hacia el tigre lo tranquiliza y le devuelve el equilibrio después, huyendo de fáciles victorias, elige al aire para que lleve sus pasos.
La ciudad de los animales
Se abre la puerta, entra una cierva, pero eso sucede muy lejos: no nos acerquemos a esta tierra, evitemos un sol elusivo.
Es la ciudad de los animales a la que los humanos casi no entran. Garras de tigre, cerdas de chancho brillan en la sombra, deliberando.
No intentemos entrar nosotros que escondemos más de una bestia, peces, iguanas, halcones, que quisieran mostrar la cabeza.
Saldríamos arrastrando un aire atigrado, una aleta o la trompa de un elefante que nos pediría para beber.
Nuestra alma nos sería arrebatada y la gentileza de nuestros cuerpos debería, toda nuestra vida, lamentar en nosotros un hombre muerto.
Sección del libro Les Amis inconnus (1934)
Los poemas, traducidos como ejercicios en mis cursos de francés, fueron ya publicados en otro sitio. La imagen que acompaña la entrada es uno de los collages de Max Ernst que forman parte de su novela en imágenes Une semaine de bonté (1934).
Comíamos como feroces la lenta pasta que mi abuela nos había dejado. Me desperté a las 6:30 y me puse a cocinar, casi hasta ahora. Me acosté para descansar, prendí la tele y vi esas cosas: tiros y una mujer que lloraba en el plató con los ojos manchados. Había un animal salvaje, oscuro, de pelos erizados y mirada asesina en otro canal.
*
Pude oír los ruidos que llenaron la habitación de estruendo que entraban y salían pasos, puertas, golpes, cosas que caen en la casa de al lado. Y mientras tanto, esta voz de mujer que entra, como una pequeña muestra de la voz secreta, de perro, enterrada en el pecho, ese suspiro en la selva, que nadie oye y furiosamente despierta a los pájaros.
Camila me mira, desde la silla y entiende desde antes, todo lo de bueno que hay ahí.
*
Pasan lentos tickets, boletas sucias, recibos y cheques al portador, un pesado sueño de metales que revienta todo abajo, es fricción.
Y la cama hierve, entonces, cuando caen los números rojos, calientes, apesadumbrados.
*
Una cosa es sentirlo todo, la música y esas bocas que se mueven en la pantalla, tan seductoramente, y otra cosa es verlo: tal se ven las palabras golpeando como gotas la chapa grosera del libro.
*
Me dejé llevar por ese murmullo que se oye desde el periódico cuando se lo arruga para encenderlo.
Me dejé llevar por el hielo que cae en el vaso y por el dedo que lo gira lentamente.
Me dejé llevar por la mancha que repetía crítico con los ojos entornados, negra sobre blanco, sobre amarillo, sobre nada, la piel, el graznido brutal que abre los cielos, para que todo funcione: para que la carne quede tierna y la sal sea hermosa y blanca y las piernas sepan levantarse y acercar sillas a la mesa.
*
La pasta de los días— una sustancia delicada, inalterable, seca. Se extiende sobre la tabla como la línea de pintura, con la espátula, como si fuéramos expertos, como si nos dedicásemos a esto.
*
Todo escucha, siente, se suspende y cierra, como un estuche. Oís el clic lejos, el golpeteo, la mano que cierra tibias canillas, ahí viene y esperás la llegada de la pesadez. Se abre como una cama.
*
Nos quedaremos leyéndonos a nosotros mismos entre páginas sueltas, arremolinadas, como en sequía. De pocas cosas parecen venir los ocasos, de cosas elementales (una copa, una lámpara, un estilete), ahí se dan a nacer, entre el vidrio y el acero, con voluptuosidades de humo.
*
Cuando por la noche salgo a sacar la basura oigo una voz, distante
Soy el hijo único
y arrastro lo poco que llevo: había dejado fruta madurando en la heladera, las moscas y los gusanos—
La serie de poemas forma parte del libro inédito Cuaderno de verano (2017-2018). La imagen que acompaña la entrada es un fotograma de Il Decameron (1971), de Pier Paolo Pasolini.
Oigo un ejército cargando sobre la tierra, Y el trueno de caballos lanzados; con espuma hasta las rodillas, Arrogantes, de negras armaduras, tras ellos se yerguen, Despreciando las riendas, con ondulantes látigos, los aurigas.
Gritan a la noche sus nombres de batalla: Gimo en sueños cuando oigo a lo lejos su risa arremolinada. Hienden la penumbra de mis sueños, una llama enceguecedora Retumba, retumba sobre el corazón como sobre un yunque.
Vienen sacudiendo triunfantes su largo, verde cabello: Salen del mar y corren gritando por la playa. Mi corazón, ¿no tienes sabiduría acaso para desesperar? Mi amor, mi amor, mi amor, ¿por qué me has dejado solo?
Publicado originalmente en Chamber Music (1907)
Hace unos cuatro años, tradujimos con Mateo Vidal algunos poemas del inglés, entre los que se encontraba este de James Joyce, que en 1914 Ezra Pound incluyó en su famosa antología Des Imagistes. La imagen que acompaña la entrada es un detalle del tapiz de Bayeux (1082-1096).
pop is experienced not as something which could have impacts upon public space, but as a retreat into private Oedlpod consumer bliss, a walling up against the social.
Pude tenerla en mis manos sentirla en toda su suavidad dejarme vencer.
Pude decirle cosas para que creyera que el tiempo era cosa nuestra, que todo el tiempo estaría esperándola para comerla.
2.
En medio del estacionamiento, tembloroso de electricidades la boca abierta, Edipod tiene el coso apretado en el puño— cobre y grasa.
3.
En el viaje la sacudida del viento de neutrinos te revolvía el pelo y éramos esa perfección dorada que arde entre las piernas cuando sube y baja el interruptor.
4.
No era sencillo hablarte, Yo-Edipod sin cruzar palabras, mientras era el día
mientras decíamos “cinco minutos y vuelvo” o no porque era todo lo que teníamos, este puestito de sellos, de firmas en el aire, de llenar cajas blancas de siluetas y sombras, de las hojas escupidas lejos— oí, Yo-Edipod, cómo caen de miel las fojas sobre el escritorio lejos, en la Sala de Impresión, toda rótulos y pulsaciones luces que titilan al borde de la cama perversa, del cubo de luz que te pone entendido aferrado al rulo de un cordel que suena y para estable sólo entre el minuto cuando llega la voz y el minuto en que la voz se va y dispersa el mandato:
parate cruzá la puerta de los colgados oí la voz narcótica y dame una de esas que se quiebran con la uña que pongo bajo la lengua, bajo el idioma.
Porque en la repetición, sabías, estaba la sombra de un beso, Edipod, con los dedos mordidos, con esas madrugadas de reflejos, de trabajo/no-trabajo que es el tiempo que decimos el tiempo a esa pasta atravesada de vociferantes, de perros puestos en fila, de hombres doblados como sillas en la arena así, viendo que se va y qué viene.
5.
Si no lo esperás si lo esperás y sabés y querés que venga y te llene de eso como yo, como esta ansia de ver ver y de tener sujeto algo que se equipare a esa intensidad que palpite igual que se sienta como la realidad.
La imagen que acompaña estos poemas es una reproducción de Oedipus and the Sphinx (after Ingres) de Francis Bacon.
Jo. Déjate encerrar por el cuadro. Sé buena, Jo. Déjate apresar por los duros marcos. No es que yo quiera atraparte, sólo ahí, ese instante. Esa luz que te golpea la mejilla tan suavemente. Este minuto en que el sol va saliendo o se oculta lejos, tras las montañas (si lo prefieres, Jo, serán cerros). El tren es todo vértigo, pero no lo notas, Jo, querida. Los libros no nos permiten estremecernos demasiado. Siempre dentro de los márgenes de la hoja, ¿sabes? Pero también soñamos, Jo. También caemos torpemente sobre duras camas. Y para ver el día, así, desnudándote, te cubres de una luz espesa.
Creo ver un lento armatoste rojo cubriendo el horizonte y el cuadro luminoso sobre el verde parduzco. Pero no sé, todo está en mi memoria, y tal vez me equivoque, Jo. Yo no sabía que tus manos alguna vez serían mías, pero ya te pintaba desde la infancia. En alegres farolas, en los pliegues de un mantel, en la sonrisa lastimera de una sombra. Estabas conmigo, siempre en mi paleta, en mis pinceles o como un cristo sobre los lienzos. Y te vi otro día esperar a que terminara la función. El cine es también un paraíso, Jo, me gustaría morir en un cine, en medio de una proyección. No importa, esperabas, con la mano apenas apoyada sobre el rostro. Esperabas con tu traje azul con una raya roja de acomodadora. Y yo te vi al pasar, difusa entre el humo. Pero cuando quise acordar el humo no existía. Y la acomodadora no existías, pero Jo, Jo. Sí que existías. Existías en la sala de espera de un hotel. Mirabas a tu viejo marido y en frente, existías leyendo, distraída, el tercer tomo de aquella novela. Bueno, eso lo digo ahora, tal vez leyeras el catálogo de una tienda, o la Guía Azul. Creo, tímidamente, recordar que tu vestido era azul. Yo no sabía que un día podría quitarte de un tirón, todos los vestidos reales o imaginados. Y que tendría por la mañana el sabor de tu sangre en mi boca herida. Pero así, te pintaba en los cristales y en el miedo y en el sueño. ¿Estarías de luto? No lo recuerdo, pero el tren es un vértigo. Claro, todo pasa tan de prisa cuando uno camina mirando casi por el rabillo del ojo a la gente. Pero siempre te tendré, Jo, para completar mis alucinadas vibraciones. Me gustaría ahora, Jo, que te quedes un instante quieta sentada desnuda, como estás, sobre la cama. Apoyada en la pared blanca. Estira las piernas, así, con tus tacones. Con las manos entrelazadas sobre las piernas. Da vuelta la página. Imaginemos por un instante, este instante, que el día termina. Y que el horizonte, cubierto de luces raras es inalcanzable. Pero que no importe, no, Jo, no llores. Que no importe, que todo lo que importe sea la tarde precisa, las cuatro maderitas del marco.
1931
Lista para partir. O quizá recién llegada. La soledad del viaje no se parece a la otra soledad, la de la cama. Pero a veces son la misma. La soledad de separarse y que todo termine una vez terminado. El vestidito rosado ¿no quiere romperse? Y el pelo ¿no quiere soltarse? Y el libro ¿no anhela, en tus manos, su destrucción? Todo tiende a la disolución, a la muerte. El verde al azul, el marrón al rojo, el amarillo al gris. Todo tiende a desvanecerse. Los sombreros también, y las doradas bisagras de las maletas. Por eso la cortina está entrecerrada. Pero no sabía nada de esto, buscando algo en las líneas continuas e insistentes de letras. Pero cuidado: el libro está en blanco. Y la piel transparenta toda la habitación. Ella no sabía nada, ni por qué ni cómo ni dónde ni quién recorta arbitrariamente los muebles o los marcos de la puerta. ¿La habrá dejado abierta? Es claro que la puerta estaba cerrada. Ella nunca estuvo ahí. Quién sabe. Ese sofá, la cama, la ropa levemente apoyada, la entrevista sandalia. Quién sabe. Sólo una puerta blanca vista al pasar por el corredor vacío de un hotel.
1952
Claro que él nunca estuvo aquí. Es un personaje de la literatura, o es aquél hombre que en noches calurosas supo tirar las sábanas lejos, acariciar los muslos y la espalda, besar por incontables horas el mismo círculo. Pero ahora está. El espejo no refleja nada. Y ella no mira. Ser vieja es una incomodidad, pero no hay vejez en ella. Un vestido rosado, el mismo que compró con su esposo, Edward, en New York, en 1928. Pero claro, el tiempo se confunde. Se mezcla. Y entonces una mano de 1931 y una mano de 1915, y los ojos de 1949 y los senos de 1908. No hay tiempo para la vida. Por eso se detiene a cada instante a pensarse. El tren vertiginoso está atrasado. El fantasma triste lo espera, a punto de dejar, esta vez para siempre, el cigarrillo. Como si todo esto importara. Las tapas negras del libro, los verticales poemas delatan la existencia de un orden. El simple hecho de esta constatación, de la luz de sol entrando por la ventana, debería alcanzar. Ella está levantando los ojos lentamente, del libro al hombre. No sé qué visión o qué silencio los puso allí juntos, para siempre. A punto de desaparecer o de corporizarse en esta habitación, de luz ambigua.
1941
La luz del reflector atraviesa la sala, ojos ávidos, metal de saxofones. Siempre quiso volar. No había forma, le dijo, de volar, sin precipitarse al vuelo. Sin alzarse, completamente abstraída, sin alas, sin ropa, sin ojos que determinen la ligazón con el mundo. Levantando apenas los pies, impulsada por una extraña congoja y por la vibrante música. No basta el dorado, todo el dorado del mundo ni toda la firme seguridad de las tablas así dispuestas. El vuelo requiere otras disciplinas. La luz no es necesaria. La boca sí. También la caída. Pero no va a volar, claro. Es sólo una imagen en un cuadro. No iba a volar tampoco en su club, no era siquiera así exactamente. Fue más fácil recordar sus pechos, sus brazos, su pelvis, su cintura, sus piernas, que el recuerdo que llevaba, como una seda, entre las manos. Fue más fácil completar en otros borradores la imagen fiel. No hay nada real aquí. Nada que no lo sea.
Epílogo
Ya no están las dos casitas sobre los blancos médanos, se han ido los últimos parroquianos del bar y el frío de las cañerías ha despoblado finalmente los hoteles, las plazas, los cines y las avenidas. Los perros, finalmente, se han diluido, como manchas, en el trigo. Ya no queda el payaso, ni el hombre feliz, ni aquel verso que leímos una madrugada. Ya no queda la vida. Vayámonos. Pero queda.
Bonnard (1942-1947)
Adenda «Edward Hopper, Nighthawks, 1942″, de Joyce Carol Oates
Los tres hombres están completamente vestidos, de manga larga, e incluso tienen puestos los sombreros aunque están en el interior, todo está brillantemente iluminado, y hay una mujer. La mujer lleva puesto un vestido rojo de mangas cortas, cortado para exponer sus brazos,una curva de sus pecho color crema; está contemplando un cigarro en su mano derecha, pensando que su compañero ha dejado por fin a su mujer pero ¿puede confiar en él? Sus pesados párpados, su sensual boca pintada, tiene la auténtica lividez de una pelirroja, como leche descremada, peligrosamente bella y supone que lo sabe pero ¿exactamente qué la ha traído tan lejos, y dónde? —él empezará a sentirse culpable en un par de días, conoce los signos y el olor verdadero: sudoroso, rancio, como a medias sucias; se escabullirá para hacer llamadas telefónicas y ella jura que no va a pasar por todo eso otra vez, que no va a quebrarse y llorar o rogarle ni le va a gritar, está harta de todo eso. Y él está silencioso a su lado, no es un hombre como para hablar demasiado, pero está pensando que gracias a Dios hizo esa buena jugada al fin, está un poco aturdido como un hombre en un sueño— ¿esto es un sueño?—sí, considerando que es ancho, está quieto, mudo, horizontal, y el hombre del mostrador de blanco, detenido como él y sin moverse, y el hombre en la otra silla sin moverse salvo para sorber su café; pero se siente bastante bien, sobre todo aliviado, esta vez está completamente seguro de que va a funcionar, se lo debe a ella y a sí mismo, por el amor de Dios. Y ella está pensando la luz es demasiado brillante, probablemente no demasiado halagadora, odia cuando su lápiz labial se le gasta y el maquillaje se apelmaza, le gustaría ir al baño de mujeres pero no hay uno y sabe Dios cuánto falta para que abra una estación de servicio— es la mitad de la noche y tiene el presentimiento de que el tiempo no va a moverse. Esta vez sin embargo, no va a rebajarse— él empieza a hablar de su esposa, sus hijos, cómo los decepcionó, cómo ellos confiaron en él y él los decepcionó, y ella saldrá dando un golpe del maldito cuarto y si él le dice Mi amor o Nena con esa voz, pasando sus manos sobre ella como si tuviera el derecho, le dará una cachetada, Sabés que odio eso: ¡Pará! Y el va a parar. Más le vale. Cuanto más furiosa se pone, más quieta está, no ha dicho una palabra en diez minutos, ni siquiera uno de sus cabellos se mueve, y huelen un poco como a ceniza o a la henna que usa para aclararlos, pero el olor es débil o lo que sea, con lo loco que él está por ella no se da cuenta o no le importa— enterrando su cara caliente en su cuello, entre sus pechos fríos, o sus piernas—en cualquier lugar en que ella lo acepte o en cualquier momento. Ella sigue contemplando el cigarro ardiendo en su mano, el del mostrador sigue detenido mirándola boquiabierto, y no le importa, ¿por qué no? siempre y cuando ella no le devuelva la mirada, de hecho el está pensando que es el hombre más afortunado del mundo así que ¿por qué no es más feliz?
Publicado originalmente en Transforming Vision: Writers on Art, de Edward Hirsch (1994)
El primer poema fue publicado en 2015 por Patricia Damiano, el segundo, en otro blog. Acompaña la entrada, ahora, el detalle de una fotografía de Laetitia Molenaar que revisita el cuadro Chair Car, de Edward Hopper.
¡Richmond! Su ira han desahogado durante cien años en vos, y arruinaron tu amplia muralla, tu una vez fuerte barbacana y tu salón principesco; pero ninguna tronadora explosión, ningún ejército hostil ha roto tu majestuoso torreón— ahí toda almena y contrafuerte se sostiene, como cuando la llamada del Conquistador despertó a tu hostil anfitrión, y miró con desaprobación la escena en que el Swale mezcló salvajemente sus bellezas. ¡Majestuosa mole! Aunque los amigos, como tus paredes listas para la batalla, decaigan, y las pasiones queridas, como tus señores, se vayan, enseñá esto a mi corazón: a nunca inclinar mi cabeza ante los vaivenes de la fortuna, y a desdeñar con tranquilidad los dardos envenenados de la infamia, y todavía, como vos, sin doblarme, a enfrentar el inconstante día.
Publicado originalmente en la edición de 1830 de la revista anual The Keepsake (1829)
¡Bella Italia! ¡Todavía ilumina tu sol, tan brillante!
¡Bella Italia! ¡Todavía ilumina tu sol, tan brillante como cuando sobre mí derramaba amor, esperanza y alegría! La parte mortal de quien murió demasiado pronto: junto a su humilde cama deseo descansar.
Escrito el 10 de setiembre de 1833, apareció por primera vez en el artículo «Newly Uncovered Letters and Poems by Mary Wollstonecraft Shelley», de Betty T. Bennett, publicado en 1997 en el número 46 del Keats-Shelley Journal
Canción
Cuando ya no esté, esta arpa que suena profunda, con los tonos de la pasión, colgará desafinada sobre mi túmulo sepulcral, con las cuerdas rasgadas. Entonces, mientras la brisa nocturna cubra su solitario marco en ruinas, buscará la música que de antaño vino a recibir sus murmullos.
Pero vanamente soplarán los vientos de la noche sobre todas las cuerdas; muda como la forma que duerme debajo descansará la rota lira. ¡Oh, memoria! Sé tu unción bendita, vertida entonces en torno a mi cama, como un bálsamo que ronda el corazón de la rosa, cuando su flor ya hace tiempo se ha ido.
Publicado originalmente en la edición de 1830 de la revista anual The Keepsake (1829)
Tributo a vos, querida, consuelo de mi vida
Para Jane [Williams], con el Último Hombre
Tributo a vos, querido consuelo de mi vida. No rechaces esta tu ofrenda de Mary; un cuento de dolor, abundante en penas, homenaje inapropiado, cercado de cipreses, llevo— es el eco, dulce
Escrito el 23 de enero de 1826, apareció por primera vez en Mary Shelley: A Biography, de Rosalie Glynn Grylls (Londres: Oxford University Press, 1938)
La Vida es sueño
La marea del Tiempo estaba a mis pies, fluía con calma, en parejo movimiento. Con el corazón alegre mis ojos podían saludar la llegada del reluciente océano, hasta que en su completud una tormenta fatal envolviera en sombras macabras la forma poderosa.
Entonces hacia atrás volvió el reflujo del Tiempo mientras yo con ansiosos pasos lo perseguía, y aunque la hora había perdido su mejor momento e incluso cuando se ensanchaba la leve playa, pasé bordeando la inconstante y fugaz rompiente.
Hacia atrás y más las aguas rodaron, más rápido todavía retrocedieron las olas, y enfriaron, ¡ay!, mis esperanzas, mientras yo, prestando atención a la promesa trunca, contemplo la desolada y desierta ribera, y deambulo triste por la arena estéril.
Escrito el 26 de julio de 1833, fue publicado por Jean de Palacio en 1969
La imagen que acompaña la entrada es una ilustración de las ruinas de las abadías de Yorkshire (1883) de William Lefroy.